miércoles, 26 de mayo de 2010

Sobre el bicentenario.

Heródoto de Halicarnaso acomete su obra con el anuncio de que su empeño tiene como objetivo luchar contra el olvido. Por su estilo épico desea preservar la gloria de los suyos, aunque no ignora las de sus enemigos y la buena fama de éstos, quizás por eso distingue desde el principio: nosotros y aquéllos: los griegos y los bárbaros asiáticos, y así comienza el relato del llamado Padre de la historia. Tal vez desde entonces no sea posible emprender esfuerzos intelectuales destinados a indagar sobre el pasado sin esta pretensión glorificante de lo propio y deshonra de lo ajeno. Parece que este basamento dualista —que facilita la calificación de tendencioso de parte de la oposición— opera como una suerte de categoría de la razón histórica. Cada vez que abordamos la empresa de reconstruir los hechos del pasado asumimos una posición que de forma ineluctable seguirá este doble propósito y todos sus accidentes. Dado que siempre que se realizan elecciones se discrimina, se tiene que seleccionar el pasaje, la anécdota, el acontecimiento conveniente, favorable, aquel que demuestre la tesis o se acomode mejor con el interés particular que anima la tarea de explorar sobre lo ocurrido; en sentido inverso, se cercena lo “innecesario”, eliminamos lo incómodo. Narrar los hechos acaecidos nunca es tarea neutral. Este es el problema fundamental para expresar los resultados de la experiencia individual y colectiva. En la narración histórica siempre habrá expresiones aprobatorias y denuestos dolosos o involuntarios; qué decir del análisis o juicio sobre su herencia. Y dado que advertimos la constante del éxito o fracaso de la tarea de la descripción atinada del ayer como preñada de influencias personales y de grupo, quien se ostente presentador de los sucesos pretéritos debe explicitar su posición. Acaso la identificación —tal vez forzada— de ciclos históricos permita reflexionar sobre estas dificultades.

Al margen de que la mayor parte de la carga semántica del término ciclo pueda encontrarse en los manuales de astrología, aplicado a la disciplina del relato veraz del pasado, un ciclo sólo tiene sentido en una historia circular. La visión lineal de lo acontecido y el porvenir rechaza la idea de los ciclos. Nada se repite, suscribiría cualquier discípulo de Heráclito; aunque las paradojas de los eleatas, seguidores de la inmovilidad, podrían ilustrar el contraargumento, y con este auxilio se rescataría la noción de los ciclos históricos y la restauración de la consecuencias de la conocida teoría del eterno retorno; el ciclo como entidad de la naturaleza del tiempo que señala un suceso relevante, consumación del periodo al que se dota de un significado especial, es una idea muy atractiva para trujamanes —hoy llamados asesores— de la clase política. Este postulado exige además de reconocer la continuidad como simple reflejo del pasado, asentir que su observación nos coloca como espectadores de lo que la fatalidad dicta, y de allí a nombrar inútil cualquier esfuerzo por rememorar, conservar y aquilatar acciones pretéritas no existe distancia longa; en caso contrario, ante la convicción del agotamiento instantáneo de los momentos, la muerte inexorable de cada fracción de tiempo y su estatuto de unicidad, surge la opción y necesidad por conservar, por atesorar memorias y remar contra las aguas del Leteo histórico.

Rechazo, pues, la idea de los ciclos históricos, y esta negativa autoriza la celebración, y puesto que la celebración de momentos de la historia sólo tendría razón de ser en una visión lineal e irrepetible de lo sucedido, y dado que en breve “celebraremos” el bicentenario; la conclusión de dos periodos de igual duración: una centuria y su décima: 2010 y con ello las referencias a 1810 y 1910 —fechas que para servicio de los apocalípticos y demás adeptos al esoterismo encierran en su orden cronológico los valores numerológicos de 1, 2 y 3, lo que podría implicar el significado de un orden progresivo de una serie de momentos determinantes, con cualquier contenido—, surgen las preguntas: ¿Qué se celebra? ¿Por qué se celebra? ¿Quiénes celebran? El entorno en que nacen las respuestas está constituido por el impulso estatal. Después de todo, no es difícil aceptar la opinión de quienes predican que celebrar no es cosa de pasados, sino de acciones presentes. No celebran las sombras del recuerdo, sino los actores de la escena actual. Así, el festejo no tiene qué ver con la historia, en sentido estricto, sino con una decisión política de hoy. Se recuerda con afanes festivos desde la palestra gubernamental, y a partir de los actos protocolarios públicos, aparece el empuje de toda clase de manifestaciones privadas. Este panorama autoriza la posición de que celebran los individuos que encabezan las celebraciones, celebran lo que es conveniente celebrar y con el fin de combatir el olvido o lo que es lo mismo traer las pantallas del pasado a través de la mejor tecnología de reconstrucción de la memoria, mejor en un sentido de utilidad para el propósito de consolidar la situación presente que posibilita y exige, como una autorreferencia obligada, el mismo festejo. La moral pública, oficial, demanda recordar y tener presentes ahora los acontecimientos de hace doscientos años y los ocurridos hace cien, exhibir en el escenario nacional las revoluciones de aquellos momentos a los que se debe la situación actual.

La palabra de celebración denota significados festivos. La fiesta, a su vez, reunión feliz, y con ello regocijo, júbilo y alegría. Entonces, la celebración del bicentenario del inicio de la revolución de independencia y el centenario del inicio de la llamada primera revolución social del siglo XX deben ser motivos de satisfacción social incuestionable. ¿En realidad la ocasión se presenta así? Con los intentos de solución a este planteamiento ingresamos al terreno de lo inasible, los conceptos absolutos, los universales. Pero debemos matizar. Como la felicidad del criollo liberal independentista no pudo ser la misma que la del peninsular realista resentido contra la invasión francesa en tierra ibérica, ni tampoco igual a la felicidad de los mestizos, cambujos, lobos o coyotes —según la tradicional clasificación de castas de la época colonial—, tampoco puede existir en nuestros días la misma felicidad entre la clase gobernante a nivel federal y la felicidad de los clanes adueñados del poder político en niveles de gobierno local con otra filiación política; dicha que tampoco puede ser compartida por los agentes económicos, factores reales de poder activos del presente, ni por los millones de individuos depauperados sin esperanza y fuera del tiempo, ausentes del porvenir y sin referencia al pasado debido a la inmovilidad del estatus de miseria que siempre han vivido. Este conglomerado de intereses diferentes y hasta contrapuestos no puede celebrar los mismos acontecimientos bajo una mirada única; y es precisamente esta diferencia la que desune y no como la costumbre verbal dicta —no sin cierto aire ideológico impregnado de la máxima gatopardista: hay que cambiar todo para que nada cambie— la que “enriquece”.

Después de todo, la visión del festejo desde diferentes ángulos en una misma sociedad sirve de buen pretexto para resaltar la comunidad que nos separa y con ello evidenciar que no existe homogeneidad en el agregado poblacional de la nación por más que se tenga una liturgia civil y un martirologio de santos nacionales muy a pesar de los iconoclastas defensores de la “objetividad” histórica. Sería un lugar demasiado común suscribir la opinión de que el legado político y jurídico de la revolución de independencia de principios del siglo XIX y de la revolución social de principios del siglo XX en México fue amasó una hacienda cuyo caudal dio suficiente para edificar dos modelos de nación, dos formas de concebir la res pública, dos perfiles de nación enfrentados a modo pendular cuya oposición permanece hasta nuestros días: los insurgentes y los realistas; los centralistas y los federalistas, los liberales y conservadores; los antirreeleccionistas y los partidarios de la dictadura; el poder oficial y la oposición, y más allá de la mitad del siglo XX, las derechas y las izquierdas, hasta llegar a la noche del seis de julio de 2006 con porcentajes en la elección presidencial de 35.72% y 35.47% para cada uno de los dos candidatos punteros. No, en nuestro país, a diferencia de la Madre Patria, donde se ha dicho que a partir del reinado de José I, hermano del eminente corso, nacieron “las dos Españas” que subsisten hasta ahora: una nación dividida por encuentros fratricidas: la España católica y autoritaria, contra la liberal y laica, que permutó en los dos bandos de su guerra civil y continuó su trayectoria después de la muerte del Generalísimo, con el bipartidismo: PP-PSOE; no es nuestro caso, no tenemos una marcada diferencia dual semejante aunque existan esfuerzos por presentar la realidad pretérita bajo esta fórmula.

“En México hay muchos Méxicos” suelen decir con tino pero sin razón de por medio nuestros políticos contemporáneos. Quizás el origen colonial de esta tierra sembró la semilla de la pluralidad divisoria, aunque sólo pudo dar frutos en una tierra fertilizada con el humus de las relaciones existentes entre los señores indígenas y los pueblos sojuzgados; naturales vinculados mediante nexos de fácil asimilación a la relación señor-vasallo tan conocida para los conquistadores europeos —al menos para su elite dirigente—. El problema de raíz para descubrir la identidad compartida que la historia oficial pretende imponer y mantener a través de las instituciones jurídico-políticos vigentes que se anuncian como el resultado de la marcha de procesos históricos sucesivos cuyos hitos son los movimientos de 1810 y 1910 se ambienta en un escenario que desborda el encuentro de razas o culturas. Tal vez en estas tierras más que en ningún otro lugar del orbe la relación dialéctica del amo y el esclavo se engendró en relación con las personas y sus descendientes que con sujetos colocados por circunstancias históricas en las posiciones adecuadas de control y subordinación. La diferencia acusada en la composición étnica que de origen tiene esta nación no sería problema para que fuéramos todos al festejo —en caso de existir motivo suficiente para ello— del centenario simple y el centenario doble si no se hubieran delineado desde el principio las relaciones sociales, seguidas de sus derivados en materia de roles políticos, privilegios y penurias, sobre esta misma base social jerarquizada por los colores de la piel de los individuos.

En cualquier país, la experiencia de sus años pretéritos próximos y remotos, se advierte la existencia de mezclas entre conquistadores y vencidos; el mestizaje no fue exclusivo de las Indias o del virreinato de la Nueva España, pero sí las circunstancias de fractura y sus consecuencias que vivimos en el presente a más de cuatrocientos años de distancia en nuestro país. Basta recordar que a finales del siglo XVI el virrey saliente de la Nueva España advertía a su sucesor de la ingobernabilidad ocasionada por los mulatos libres, siguiente generación de la mezcla que tan perniciosa fue juzgada por voces peninsulares. Entrada la época independiente, y plena explosión de las convulsiones políticas del siglo XIX, la pluma acertada de Don Lucas Alamán llamó a conservar la religión católica, “único lazo de unión entre los mexicanos”, palabras de un conservador que suscribieron años atrás personajes de la mayor insignia en la historia oficial. López Rayón, en sus Elementos Constitucionales y Don José María Morelos, en sus Sentimientos de la Nación, propugnaron la intolerancia religiosa a favor del credo católico. He aquí una premisa: la religión — y tal vez la tierra— son acaso los únicos elementos de identidad que compartimos los nacidos en este país de ayer y hoy, comunidad que la historia redactada por los oficiantes del poder se antoja aderezada en exceso con múltiples ingredientes anecdóticos a fin de obtener un festín histórico harto exigente para digerir. Se nos muestran elementos comunes ficticios a fin de soterrar las insalvables diferencias que han marcado la pauta de la construcción nacional y todo con el propósito de evitar el desprendimiento de los miembros de un cuerpo cansado y maltrecho.

En su desarrollo como nación independiente y en particular a partir de sus dos episodios históricos relevantes, La independencia y La Revolución, este país ha dado sobradas muestras de las enseñanzas de Carlyle: “los grandes hombres, los héroes, hacen la historia”. Cierto, la masa ha desempeñado papeles importantes, pero la ausencia de rostro es el primer obstáculo para el retratista, y un escultor no podría dar forma a la impersonalidad donde caben todos y ninguno. Por ello se ha prescindido de las muertes anónimas y se ha generado la apariencia prevaleciente de las opiniones que anhelan y luego —víctimas de sus deseos— decaen en una “observación” que encuentra el dualismo político que ignora las diferencias inobjetables. Nuestras instituciones han funcionado así. La vivencia personal de la nación mexicana, dicen los historiadores, ha tenido ese bifrontismo y hemos funcionado con esta fórmula de interpretación de los hechos por generaciones. La aguda desigualdad de clases fue observada desde principios del siglo XIX por los ojos despiertos e imparciales del sabio Von Humboldt, quien describió en estas tierras un país puntero en riqueza y miseria.

En efecto, con la repetitividad de cualquier fenómeno histórico, la senda seguida por los hombres que han habitado esta zona geográfica muestra su aportación a la extracción del principio relativo a que la fuerza, el poder y no la razón, asidero de la verdad, es la creadora de la ley. Y puesto que la ley diseña la historia, entendida la ley como una expresión normativa, y la norma como reducción de opciones de comportamiento, la actividad humana de recordar, pensar y expresar también está regida por la ley. La historia se encuentra sometida a los pronunciamientos de la ley, con lo cual está sometida a la labor del legislador. Así nace la historia oficial. La historia en tanto ejercicio contra el olvido aparece cuando es pronunciada, cuando se decide que vale la pena recordar algo y abandonar al universo del desinterés el resto. Pero se recuerda por decreto y éste se emite por preferencia y oportunidad. ¿Por qué tenemos ciertas imágenes en el altar de la patria, por qué no tenemos otras? Por la sencilla razón de que se ha legislado sobre esa materia. Sí, se legisla porque los actos de gobierno, como actos concretos de la autoridad política, fijan en el tiempo situaciones jurídicas específicas, y las decisiones de la política sobre educación y cultura crean escenas perennes particulares —verificación que no necesita acudir al análisis de leyes sobre el derecho positivo que regula los usos de los símbolos patrios y delitos e infracciones que se han tipificado a partir de su agravio—. Se insertan escenas y personajes en la bitácora nacional por decreto. Una vez más se muestra la constante. El poder y no la razón hacen las leyes, y dentro de éstas, las leyes para recordar y celebrar. Es curioso que en el sistema totalitario ofertado por Orwell, la distopía 1984, la manipulación del lenguaje y de la historia sean las piezas centrales del engranaje estatal en la conducción política de la sociedad dirigida por el Gran Hermano.

Algunos casos paradigmáticos de esta manipulación: durante la época independiente, en la defensa del castillo, una de las gestas “heroicas” de la extensa serie de fracasos nacionales, sobresale y sobrevive un héroe ignorado, relegado de las páginas de la historia patria por militar posteriormente con los enemigos de los liberales vencedores: ¿quién rinde honores al niño héroe y otrora Presidente de la República General Miramón? ¿Por qué no se homenajea al héroe denodado de la defensa de Puebla, a la postre gobernante del progreso? ¿Habrá quien excluya al General Díaz de la lista negra de los villanos nacionales? ¿Tenemos noticia suficiente sobre el significado de la traición del tratado Mc-Lane-Ocampo auspiciado por el “héroe” Juárez? Tratado que por fortuna no entró en vigencia ante la falta de ratificación del senado norteamericano y cuyos preparativos no obstante permitieron a las fuerzas juaristas obtener treinta monedas para acabar con tropas del Presidente Miramón. Sucesos como éste que son abundantes en la historia patria permiten postular que el principio de que la autoridad y no la razón es la creadora de la ley se cristalizó con mérito en este país. Los principios no surgen de la especulación sobre presencias abstractas, se basan en la generalización empírica, y México, su historia, sin duda ha contribuido puntualmente con este procedimiento. Pero comenzar una disertación sobre los ejemplos que ilustran este pronunciamiento sólo nos conduciría a un nuevo lugar común.

Dado que sin la fuerza de los cañones los discursos son estériles, los vencedores de las gestas de la Independencia y la Revolución impusieron sus leyes y su historia. Pero si nos vemos forzados a buscar un legado particular en estos movimientos y particularmente en el primero de ellos creo que encontramos la asunción del paradigma político que partió la historia de occidente: el ideal democráctico, engendro del liberalismo, como el legado fundamental.
Las asonadas que llevaron el estandarte de la soberanía popular como alférez en 1810 y 1910 permitieron que se encuentren insertos en la “Constitución del 17” los artículos 39, 40, 41 y 49. Con su incorporación en la “ley fundamental”, ¿podría alguien cuestionar la veracidad del aserto en el Estado mexicano existe la organización política basada en la idea de la democracia? ¿No existe acaso la prescripción normativa suficiente?

No hay que ignorar que en el artículo 3, fracción II, inciso a), de la Constitución vigente se establece con claridad que en México la democracia se debe entender como una estructura jurídica y un régimen político, pero también como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. ¿No está expresado claramente así en la norma fundamental qué es la democracia para los mexicanos y derivar a partir de ello que, efectivamente, existe democracia en México por virtud de un largo proceso histórico que tiene como antecedentes directos la revolución de independencia y la revolución social de principios del siglo XX? Sostengo que no nos basta. Para responder a esta pregunta no debemos examinar discursos o derroteros históricos, sino mirar de frente a los hechos; verificar si los mismos propósitos de los impulsores de los movimientos fundantes de nuestro pasado a la postre edificadores de nuestro presente existen o no en los hechos, si es parte de nuestro entorno cotidiano o sólo tenemos las arenas de formas legales vacías disueltas constantemente por la marea de la realidad social. ¿Cómo verificar esta aserción? Como cualquier enunciado que exija verificación. Debe acudirse a la facticidad. Valga la utilidad de los exámenes de carácter empírico: consultar al oráculo de la eficacia.
La democracia como un régimen político dotado de una estructura jurídica, pero también un sistema de vida peculiar, aquel que se basa en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo fue expresado por igual en los congresos constituyentes de Chilpancingo, el de los liberales de 1857 y en los vencedores de la guerra revolucionaria que vacío su ideario en Querétaro a principios del siglo XX. La adopción de la democracia es sin duda el bien de mayor valor dentro del patrimonio heredado de los ancestros revolucionarios, luego, conviene indagar qué es en realidad la democracia en general y cómo puede distinguirse de otros regímenes políticos con estructura jurídica que significan a la vez un sistema de vida orientado hacia la consecución de los mismos objetivos, a saber, la monarquía española de la colonia predestinada en una labor apostólica de extensión de la comunidad de vida basada en el evangelio o la dictadura positivista del amor, orden y progreso del General Díaz; finalmente, acudir a nuestra realidad mexicana de principios del siglo XXI, esto es, a cien años de distancia.

Para este propósito considero necesario revisar un poco del origen de la palabra democracia, a pesar de que Sartori y los que le siguen se irriten y menosprecien la importancia de la etimología del vocablo. Después de todo, el mismo autor inicia su discurso sobre qué es la democracia con el origen de esta palabra.

En las voces griegas, que de seguro leyeron por igual el cura Hidalgo o el licenciado Primo de Verdad, dhmosς (demos) y kratoς (kratos), están los significados de pueblo y poder o autoridad, respectivamente, de lo que se deriva la noción: “el poder del pueblo”. Así la democracia es el gobierno del pueblo. Pero no debemos ignorar el contexto de producción de este significado, el uso de esta palabra en el momento en que surgió o al menos en el periodo en que se reflexionó sobre su connotación. Para ello nos servimos de un referente obligado —de ninguna manera ignorado por la dirigencia insurgente independentista o por las glorias de los letrados asesores de la revolución, incluidos aquellos que también fueron artilleros brillantes—. Aristóteles nos informó en la Política que la democracia es junto con la tiranía y la oligarquía una de las tres formas negativas de gobierno, en oposición de las tres formas virtuosas: monarquía, aristocracia y timocracia. En aquel horizonte político, el pueblo, entendido como una mayoría de individuos dentro de la comunidad, se integra en un conjunto cuya regla de inclusión es el hombre libre, de tal suerte que aquel individuo que carece de esta cualidad, el esclavo, no puede asimilarse al elemento pueblo; y dado que quizás los esclavos pudieran llegar a ser mayoría en términos de población, un gobierno dirigido por esclavos es inconcebible. Entonces, en principio, la democracia no resulta del todo incompatible como la esclavitud, ni tampoco con la mayoría puramente numérica en términos de población. Empero, las voces libertarias que pugnaron en 1810 y los años siguientes desatendieron esta relación, asaz motivo para desterrar las virtudes coloridas que en la actualidad se quiere impregnar en la muy desteñida tela en que se borda la imagen de la democracia, entendida como soberanía popular y gobierno del pueblo y estas ideas como producto de la gesta revolucionaria de la Independencia y la Revolución.

Vale recordar que, en cambio, este alejamiento del sentido originario de la democracia no delineó justamente los ideales revolucionarios de la Francia regicida de finales del siglo XVIII, donde con mayor propiedad se reclamó la soberanía para la volonté générale, para la Nación, que no para el pueblo, entendido como una mayoría numérica, la gran masa de desposeídos lanzados a las barricadas. ¿Los caudillos de la independencia mexicana habrán considerado lo mismo con respecto a la masa que acometió la célebre alhóndiga y ocasionó destrozos ante los ruegos impotentes del “Padre de la Patria” o la tropa animosa que se unió a la bola cien años después? La Nación de la que hablaron los liberales de la Ilustración francesa se componía de los nuevos individuos poderosos, usureros y mercachifles que ganaron presencia en la sociedad por su actividad económica: siguiente paso, la notoriedad política, la ansiedad de regir los destinos y dirección de la vida de su comunidad a fin de conservar y acrecentar su amorío crematístico. Esta nueva clase pujante, desprovista de respaldo en alguna tradición nobiliaria o linaje aristocrático, y codiciosa de poder, se lanzó a la tarea de arrebatarlo a su legítimo poseedor hasta ese momento, el monarca absoluto. Encontraron en los discursos de que ofrecieron los philosophes una estrategia legitimadora, pero nunca prescindieron del acero y la pólvora —que como cualquier bien se obtiene con dinero—. De tal suerte que su instrumento fue el mismo que tantas clases han utilizado a lo largo de la historia y que seguirá usándose por principio para asumir una posición de poder, la fuerza física. Resultado: las cabezas reales rodaron —y meses después también la de prominentes miembros del celebérrimo Comité de Salud Pública, cancerbero de la revuelta y del que tenemos un antecedentes en esta tierra cuando facciones del bando liberal liderado por Juárez venció al partido que llamó reaccionario y decidió exterminar a sus enemigos conservadores—, y apoyados en la idea de los sacerdotes de la nueva religión civil, la voluntad general se constituyó en asamblea generadora de un nuevo ente político, ¿pero destinado a beneficiar o siquiera proteger en una cuota mínima de supervivencia social a las masas, que son desde luego la mayoría numérica en términos de población? ¿Participaron acaso los millares de individuos miserables que asaltaron la famosa prisión en Francia y en México en el acto constitutivo de “la Nación”, aquellos que siguieron la proclama del hombre del estandarte guadalupano o el evangelio agrarista del mérito de la propiedad de la tierra por virtud del trabajo en el sur de este país? Este enjambre de hombres enardecidos cada uno por sus causas individuales era sin duda mayoría. ¿Asumieron el poder? ¿Se fundó en la extinta Nueva España como en la Francia heredera de la cultura ilustrada un Estado democrático?

Otro evento legendario de las contiendas por la democracia, paralelo a nuestro movimiento armado emblemático y del que se conmemorarán doscientos años, nos debe guiar para encontrar pistas que desvelen el significado del mayor bien heredado: la democracia. Me refiero a la revolución de las colonias norteamericanas. ¿En aquel momento se fundó un Estado guiado por los pilares doctrinarios del ideal democrático y se concretó en los hechos? ¿Esa rebelión de contribuyentes y buscadores de un dios personal en una nueva tierra prometida, libre del yugo romano, anglicano y otras desviaciones de la fe, levantó de la tierra un Estado regido por la democracia? ¿Se logró el gobierno de la mayoría, del pueblo, puesto que el pueblo es mayoría? Muchos años después, en el campo de batalla de Gettysbury, Pennsylvania, durante la guerra contra los Estados confederados, el Presidente Lincoln, pronunció la sentencia terrible, —posterior catalizador de demagogias y entronización de charlatanes en la tierra al sur del río Colorado—; la derrota del General Lee, permitió al adalid de las tropas yanquis afirmar que ganó para su nación, bajo la protección de dios, el nacimiento de una era de libertad y del “…government of the people, by the people, for the people…”. El lema favorito de los comerciantes de democracias, el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, permite encubrir, a partir de una lectura sesgada del histórico discurso, que este pueblo es el vencedor y, según la propia declaración de su dirigente, el que se alineó —conforme a una mentalidad alineada narcisista— de lado de la voluntad divina, que debe su gracia y legitimidad al pueblo creyente del buen dios. ¿Cuántos discursos de nuestros políticos se hacen con este nefasto apotegma y a la par se invoca a los héroes programáticos del ideal democrático?

Posteriormente, otro personaje necesario en la historia del delineamiento conceptual de la democracia, Thomas Jefferson, precisó que por “pueblo” debe entenderse “todo el pueblo” e invocó el principio de la Lex majoris partis, la ley de la mayoría. Sin embargo, en contrapartida a este dogma político, un brillante teórico, visionario del constitucionalismo europeo continental del siglo XIX, y acallado por encontrarse próximo a los estados que a la postre formarían el bando esclavista de los sureños, John C. Calhoun, había presentado en un discurso más contundente sobre el mismo ideal —del que los partidarios de la democracia quieren apropiarse para obtener legitimidad en la dirección unívoca en una sociedad a partir de la decisión de la mayoría—, el principio de la mayoría concurrente. Expuso que el error fundamental del principio de mayoría, base de los postulados de la democracia enarbolado por la Unión, era suponer que el gobierno de la mayoría absoluta es un gobierno del pueblo, cuando en realidad es el gobierno de los intereses más potentes, y si no se controla, el más tiránico y opresor que pueda imaginarse. ¿No se presentó así la consumación independentista trigarante de los jefes insurgentes reducidos a guerrilleros y los generales realistas impulsados por oportunistas adversos a la rehabilitación de la constitución gaditana? ¿Acaso por esto Don Andrés Soto y Gama, pilar intelectual del agrarismo zapatista, abjuró muchos años después del lábaro tricolor al recordar su origen reaccionario durante la Soberana Convención Revolucionaria de Aguascalientes?

Gracias a la crítica de Calhoun se nos permite afirmar que el gobierno inspirado en el principio utilitarista del “bien más grande para el mayo número posible” resulta el más injusto y pernicioso, ya que cien hombres no tienen derecho para gobernar a noventa y nueve o a un número menor si con ello se favorece a esos cien en detrimento de la minoría; de ahí que el principio deba reformularse en el mayor bien para todos, sin injuriar a nadie. Es posible que por esta misma razón muchísimos siglos antes el maestro de Estagira pareció favorecer en contra de la democracia una forma de gobierno mixta, pues advertía en ella el germen de los vicios de la venganza desmedida, el peligro de que el gobierno en manos de los no aristócratas comenzaría la expropiación rabiosa de sus bienes con mero afán revanchista e insensato, tal como aconteció en la toma de Celaya y Guanajuato por las huestes del cura Hidalgo.
En el siglo XX, en la cuna de la filosofía más impresionante desde la que desarrollara la Grecia de la antigüedad, el maestro C. Schmitt denunció los excesos del régimen parlamentario, columna vertebral de la democracia según se ha presentado ésta como un producto de la doctrina política del liberalismo, inspiradora de nuestros insurgentes independentistas, aunque como parte de su plan expositivo seccionó con talento de cirujano la democracia y el liberalismo. Este profesor puso la mano en la herida. Señaló que como forma de gobierno el parlamentarismo, que se edifica, por principio, a partir de mayorías, tiene de suyo el defecto de la inestabilidad de los gobiernos y el constante vasallaje hacia el parlamento, por lo que o bien conduce al gobierno del parlamento o implica la imposibilidad de gobernar, lo que conlleva contradicción en el principio de división de poderes, que el parlamentarismo como régimen nacido del ideario liberal debería respetar. Y si conectamos estas ideas con las esbozadas previamente, tenemos que en el parlamento, la representación mayoritaria, defenderá sus intereses frente a la minoría que debe someterse a sus mandatos; y en términos de población actual, ¿lo que dictan los representantes de cincuenta millones debe ser obedecido por cuarenta y nueve millones? ¿Y qué pasa cuando se considera que la voluntad general que se expresa soberanamente en un órgano legislativo sólo es la mayoría que se forma a partir de los electores que el día de la elección se presentaron despistados a decidir quién sería su representante, aderezado con el hecho de que esa mayoría es sólo la empadronada y que ésta, a su vez, es una simple minoría de la población con capacidad legal en general? Los eslabones de la cadena de representatividad se nos antojan cada vez más frágiles.
Al margen de las críticas apuntadas muy brevemente al régimen democrático, producto que se erige como el legado más importante del movimiento independentista y después del revolucionario, vale retomar la interrogante inicial. Si entendemos por democracia el régimen político dotado de estructura jurídica donde gobierna la mayoría, el rasgo esencial está dado en el concepto de “mayoría” y no en el concepto “pueblo”, —término por lo demás carente de consistencia conceptual y, desde luego, no susceptible de experimentación—. Además, descartó la idea de detenernos en el tema relativo a que este régimen político para adquirir identidad deba responder a los valores o principios de constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo, porque los gobiernos de los príncipes decimonónicos y las dictaduras de todos los tiempos y profesiones de fe política, incluidas las que presumieron de contar con economías libres, mixtas o centralmente planificadas, también han invocado estos propósitos para sustentar su existencia; en otras palabras, la orientación a fines no dice nada singular y propio del régimen democrático por definición.

Hoy como hace cien años y los cien años que le anteceden nuestros órganos legislativos están integrados por individuos que no tienen más representación que la del líder partidista que los colocó en las listas plurinominales o bien que impulsó o al menos no se opuso a que presentara su candidatura, hiciera su campaña y lograra convencer al electorado (aquella minoría minúscula —valga la expresión— que por necesidades ordinarias de identificación obtuvieron su credencial de elector y tuvieron la ocurrencia de asistir a las urnas el día de la votación). Basta recordar la extracción de los diputados mexicanos enviados a las Cortes Generales que se instalaron como congreso constituyente en España en 1810, o los asistentes a la declaración de independencia de la “América Septentrional” como la llamó el Siervo de la Nación —único documento que es un producto auténtico del movimiento revolucionario, fruto de un congreso itinerante y redactado entre tintas y cañones—, y a los congresistas de las facciones triunfantes reunidos en el Teatro de la República queretano en 1917.
Los procesos de formación de ideas con forma jurídica han sido desde siempre, en el seno de las discusiones parlamentarias, decisiones que se toman en la medida en que se aseguran los votos que aquellos individuos ungidos por el poder que posibilitó su presencia en los escaños, y sólo bajo el principio de intercambio do ut des. Así se comercia con las iniciativas, se votan por la conveniencia de apoyar una u otra, incluso de supuestos adversarios políticos y contrarias a los postulados fundamentales del partido político en cuestión, y una vez “cabildeada” —así se dice en el argot parlamentario venido a menos— la propuesta, se declara la voluntad; luego, lo que pronuncien estos dueños temporales de la soberanía popular será ley, regla de conducta, obligaciones para todos los demás. Pero resulta que todos los demás están fuera del recinto legislativo, no participan, no intervienen en la consulta o en la discusión de las leyes. A nadie convence la ficción de la representatividad, brazo ideológico de la democracia, herencia real de los movimientos que iniciaron en 1810 y en 1910. Destacar la crisis de la representación en la democracia del mundo contemporáneo no es novedoso pero no por ello es falso o menos importante. Es el punto de partida y de arribo, puesto que jamás ha existido tal representatividad. ¿Por qué noventa y nueve deben obedecer lo que dicen cien cuando lo que deciden es para beneficio propio y en perjuicio de los noventa y nueve? Por la sencilla razón de que esos cien tienen la fuerza suficiente para aplicar las sanciones en caso de desacato. Pero entonces, con esta revelación del todo superficial pero sobresaliente por sus consecuencias, el eje de la tierra política se desplaza, el quid no es un tema numérico o de mayorías, es una cuestión de poder. La obediencia hacia la mayoría se explica si se parte de la premisa de que la mayoría tiene más fuerza, ¿pero en realidad la tiene? Diez pueden ser más fuertes que noventa en una comunidad de cien y por ello mandar a los diez. No son mayoría, sin embargo, tienen la fuerza suficiente para ordenar y hacerse obedecer con la aplicación e incluso simple amenaza de castigo. Lo mismo sucede hoy en día con nuestros órganos legislativos, columna vertebral de la democracia, donde gobierna la mayoría (allí representada que, por supuesto, no es el pueblo, concepto por demás inasible) y lo hace a mucha distancia de argumentos racionales, puesto que nada garantiza que once opinen mejor que nueve en una comunidad de veinte, e incluso que uno solo tenga al menos una mejor razón que diecinueve —recordar el caso de Galileo, entre muchos otros—, y con mayor razón, si lo que se discute no es la conveniencia o prudencia de la iniciativa, sino su aceptación como moneda de cambio. A final de cuentas, la quiebra de la democracia desde el que debería ser su bastión más sólido, la discusión en una asamblea, congreso u órgano legislativo, se revela todos los días. En las cámaras gobierna el poder y no la razón. Desde hace muchos siglos un jurista romano y por extraño que parezca seguidos de la filosofía helenista de su tiempo, Alfenio Prisco, encomiado por Plutarco, afirmó una premisa dorada para la ciencia jurídica y política: autoritas non veritas facit legem, y la constatación de este principio es la experiencia rescatable de los movimientos hermanados en el festejo del bicentenario a celebrarse en 2010. En contra de la afirmación multitudinaria de los seguidores de la fe en la democracia, en la realidad mexicana, en nuestros días como hace cien y como hace doscientos años, importa esencialmente el poder, y no la verdad ni la justicia, supuestos valores ensalzados por el Estado liberal surgido de las pugnas por la democracia y especialmente de la revolución de independencia. Nadie que quiera asumir una postura racional, a reserva de pasar por embustero, podría negarse a aceptar esta tesis.

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