miércoles, 26 de mayo de 2010

La democracia en México.

¿Podrá alguien cuestionar la veracidad de la afirmación relativa a que en el Estado mexicano existe la organización política basada en el ideal democrático? ¿No existe acaso la prescripción normativa suficiente? El artículo 3, fracción II, inciso a), de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece con claridad que en México la democracia se debe entender como una estructura jurídica y un régimen político, pero también como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. ¿No está expresado claramente así en la norma fundamental qué es la democracia para los mexicanos y derivar a partir de ello que, efectivamente, existe democracia en México? Creo que no nos basta. Para responder a esta pregunta debemos examinar si lo redactado en verdad existe o no en los hechos, si es parte de nuestro entorno cotidiano o sólo es una fórmula legal vacía. ¿Cómo verificar esta aserción? Como cualquier enunciado que exija verificación. Debe acudirse a la facticidad. Valga la utilidad de los estudios jurídicos de carácter empírico y vertiente pragmática. Se sabe que cuando una investigación tiene el perfil del conocimiento empírico pragmático del derecho se pretende el conocimiento real de las normas jurídicas, es decir, a su eficacia o efectividad. En esta clase de conocimiento el objeto es la conducta real prescrita por las propias normas, advertirla en la realidad, y contrastarla con el enunciado normativo a fin de encontrar identidad o disparidad, incluso oposición. Sin embargo, no menos interesante es examinar el texto legal, los puntos de contacto con otros elementos de información que posibilitan la interpretación de lo diseñado por el constituyente. Así, la democracia, como bien se señaló al citar el precepto constitucional aludido, es un régimen político dotado de una estructura jurídica, pero también un sistema de vida peculiar, aquel que se basa en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. Con estas premisas conviene indagar qué es en realidad la democracia en general y cómo puede distinguirse de otros regímenes políticos con estructura jurídica que significan a la vez un sistema de vida orientado hacia la consecución de los mismos objetivos. Luego, acudir a nuestra realidad mexicana. Considero que sería útil revisar un poco del origen de la palabra democracia para desarrollar las siguientes ideas, a pesar de que a alguien tan afamado como Sartori le irrite asumir la importancia en el tema de la etimología del vocablo; este mismo autor inicia su discurso sobre qué es la democracia con el origen de esta palabra. Así encontramos en las voces griegas dhmosς (demos) y kratoς (kratos) los significados de pueblo y poder o autoridad, respectivamente, de lo que se deriva el lugar común: “el poder del pueblo”. Así la democracia es el poder del pueblo. Pero no debemos ignorar el contexto de producción de este significado, el uso de esta palabra en el momento en que surgió o al menos en el periodo en que se reflexionó sobre su connotación. Para ello nos servimos de un referente obligado. Aristóteles nos informó en la Política, entre muchas otras cosas, que la democracia es junto con la tiranía y la oligarquía una de las tres formas negativas de gobierno, en oposición de las tres formas virtuosas: monarquía, aristocracia y timocracia. En aquel panorama político, el pueblo, entendido como una mayoría de individuos dentro de la comunidad, se integra en un conjunto cuya regla de inclusión es el hombre libre, de tal suerte que aquel individuo que carece de esta cualidad, el esclavo, no puede asimilarse al elemento pueblo; y dado que quizás los esclavos pudieran llegar a ser mayoría en términos de población, un gobierno dirigido por esclavos es inconcebible. Primera clave para desterrar las virtudes coloridas que en la actualidad se quiere impregnar en la muy desteñida tela en que se borda la imagen de la democracia. Esta posición tampoco está muy alejada de los ideales revolucionarios de la Francia regicida de finales del siglo XVIII, donde con mayor claridad se reclamó la soberanía para la volonté générale, para la Nación, que no para el pueblo, entendido como la gran masa de desposeídos lanzados a las barricadas. La Nación en ese sentido se componía de los nuevos individuos poderosos, usureros y mercachifles que ganaron presencia en la sociedad por su actividad económica: siguiente paso, la notoriedad política, la ansiedad de regir los destinos y dirección de la vida de su comunidad. Desprovistos de respaldo en alguna tradición nobiliaria o linaje aristocrático, deseosos de poder, de arrebatarlo a su legítimo poseedor hasta ese momento, el monarca absoluto, se aproximaron a los idearios de los philosophes como discurso legitimador, puesto que su instrumento fue el mismo que tantas clases han utilizado a lo largo de la historia y que seguirá usándose por principio para asumir una posición de poder, la violencia física. Las cabezas reales rodaron —y meses después también la de prominentes miembros del celebérrimo Comité de Salud Pública, cancerbero de la revuelta—, y apoyados en la idea de los sacerdotes de la nueva religión civil, la voluntad general se constituyó en asamblea generadora de un nuevo ente político, ¿pero destinado a beneficiar o siquiera proteger en una cuota mínima de supervivencia social a las masas? ¿Participaron acaso los millares de individuos miserables que asaltaron la famosa prisión en el acto constitutivo de “la Nación”? Eran sin duda mayoría, ¿y aceptaron la decapitación de su rey y asumieron el poder? ¿Se fundó en la Francia heredera de la cultura ilustrada un Estado democrático? Otro hito —o deberíamos decir mito— de las contiendas por la democracia, lo que de cierta forma nos debe guiar para encontrar pistas que desvelen su significado: la revolución de las colonias norteamericanas. ¿En aquel momento se fundó un Estado guiado por los pilares doctrinarios de la democracia y se concretó en los hechos? ¿Esa rebelión de contribuyentes y buscadores de un dios personal en una nueva tierra prometida, libre del yugo romano, anglicano y otras desviaciones de la fe, levantó de la tierra un Estado basado en el ideal democrático? ¿Se logró el gobierno de la mayoría, del pueblo, puesto que el pueblo es mayoría? Muchos años después, en el campo de batalla de Gettysbury, Pennsylvania, durante la guerra contra los Estados confederados, Lincoln, pronunció la sentencia terrible, —posterior catalizador de demagogias y entronización de charlatanes—; la derrota del General Lee, permitió al adalid de las tropas yankees afirmar que ganó para su nación, bajo la protección de dios, el nacimiento de una era de libertad y del “…government of the people, by the people, for the people…”. El lema favorito de los comerciantes de democracias, el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, permite encubrir, a partir de una lectura sesgada del histórico discurso, que este pueblo es el vencedor y, según la propia declaración de su caudillo, el que se alineó —conforme a una mentalidad alineada narcisista— de lado de la voluntad divina, que debe su gracia y legitimidad al pueblo creyente del buen dios. ¿Cuántos discursos de nuestros políticos representan al alférez que lleva el estandarte de este nefasto apotegma? Posteriormente, otro personaje necesario en la historia del delineamiento conceptual de la democracia, Thomas Jefferson, precisó que por “pueblo” debe entenderse “todo el pueblo” e invocó el principio de la Lex majoris partis, la ley de la mayoría; en contrapartida a este dogma político, un brillante teórico, visionario del constitucionalismo continental del siglo XIX, y acallado por encontrarse próximo a los estados que a la postre formarían el bando esclavista de los sureños, John C. Calhoun, había presentado en un discurso más contundente, sobre el mismo ideal que la democracia quiere apropiarse, la legitimidad y la dirección unívoca en una sociedad a partir de la decisión de la mayoría, el principio de la mayoría concurrente. Expuso que el error fundamental del principio de mayoría, base de los postulados de la democracia, es suponer que el gobierno de la mayoría absoluta es un gobierno del pueblo, cuando en realidad es el gobierno de los intereses más potentes, y si no se controla, el más tiránico y opresor que pueda imaginarse. A partir de esta expresión crítica, se pudo afirmar que el gobierno inspirado en el principio utilitarista del “bien más grande para el mayo número posible” resulta el más injusto y pernicioso, ya que cien hombres no tienen derecho para gobernar a noventa y nueve o a un número menor si con ello se favorece a esos cien en detrimento de los noventa y nueve; de ahí que el principio deba reformularse en el mayor bien para todos, sin injuriar a nadie. Tal vez por esta misma razón muchísimos siglos antes el maestro de Estagira pareció favorecer una forma de gobierno mixta en contra de la democracia, en la cual advertía el peligro de que el gobierno en manos de los no aristócratas comenzaría la expropiación rabiosa de sus bienes con mero afán vengativo. En el siglo XX, en la cuna de la filosofía más impresionante desde la que legara la Grecia de la antigüedad, el maestro C. Schmitt denunció los excesos del régimen parlamentario, columna vertebral de la democracia según se ha presentado ésta como un producto de la doctrina política del liberalismo, aunque como parte de su estrategia distinguió con agudeza la democracia y el liberalismo. Este profesor puso la mano en la herida. Señaló que como forma de gobierno el parlamentarismo, que se edifica, por principio, a partir de mayorías, tiene de suyo el defecto de la inestabilidad de los gobiernos y el constante vasallaje hacia el parlamento, por lo que o bien conduce al gobierno del parlamento o implica la imposibilidad de gobernar, lo que conlleva contradicción en el principio de división de poderes, que el parlamentarismo como régimen nacido del ideario liberal debería respetar. Y si conectamos estas ideas con las esbozadas previamente, tenemos que en el parlamento, la representación mayoritaria, defenderá sus intereses frente a la minoría que debe someterse a sus mandatos; y en términos de población actual, ¿lo que dictan cincuenta millones debe ser obedecido por cuarenta y nueve millones? ¿Y qué pasa cuando se considera que la voluntad general que se expresa soberanamente en un órgano legislativo sólo es la mayoría que se forma a partir de los electores que el día de la elección se presentaron despistados a decidir quién sería su representante, aderezado con el hecho de que esa mayoría es sólo la empadronada y que ésta, a su vez, es una simple minoría de la población con capacidad legal en general? La cadena de la representatividad se nos antoja cada vez más débil. Al margen de las críticas apuntadas muy brevemente al régimen democrático y para retomar la interrogante inicial, si entendemos por democracia el régimen político dotado de estructura jurídica donde gobierna la mayoría, el rasgo esencial está dado en el concepto de “mayoría” y no en el concepto “pueblo”, —término por lo demás ausente de consistencia conceptual y, desde luego, no susceptible de experimentación—. Además, descartó la idea de detenernos en el tema relativo a que este régimen político para adquirir identidad deba responder a los valores o principios de constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo, porque los gobiernos dictatoriales con economías libres, mixtas o centralmente planificadas también invocan estos propósitos para sustentar su existencia; en otras palabras, la orientación a fines no dice nada singular y propio del régimen democrático por definición. En ese sentido, para ubicarnos en la realidad nacional, creo conveniente dejar en la mesa las siguientes reflexiones finales. Nuestros órganos legislativos están integrados por individuos que no tienen más representación que la del líder partidista que los colocó en las listas plurinominales o bien que impulsó o al menos no se opuso a que presentara su candidatura, hiciera su campaña y lograra convencer al electorado (aquellos minoría minúscula —valga la expresión— que por necesidades ordinarias de identificación obtuvieron su credencial de elector y tuvieron la ocurrencia de asistir a las urnas el día de la votación). Además, en el seno de las discusiones parlamentarias, la decisión se toma en la medida en que se aseguran los votos que aquellos individuos ungidos por el poder que posibilitó su presencia en los escaños, y sólo bajo el principio de intercambio de do ut des. Así se comercia con las iniciativas, se votan por la conveniencia de apoyar una u otra, incluso de supuestos adversarios políticos, y una vez “cabildeada” —así se dice en el argot— la propuesta, se toma la decisión; luego, lo que pronuncien estos señores será ley, será regla de conducta, reducción de opciones de comportamiento para todos los demás. Pero resulta que todos los demás están fuera del recinto legislativo, no participamos, no intervenimos en la consulta o en la discusión de las leyes. A nadie convence la ficción de la representatividad. Sé que esto es un simple lugar común: destacar la crisis de la representación en la democracia del mundo contemporáneo, pero no por ello falso o menos importante. Es el punto de partida, puesto que jamás ha existido tal representatividad. Por último, como se anotó previamente, ¿por qué noventa y nueve debemos obedecer lo que dicen cien cuando lo que deciden es para beneficio propio y en perjuicio de los noventa y nueve? Por la sencilla razón de que esos cien tienen la fuerza suficiente para aplicar las sanciones en caso de desacato. Pero entonces, con esta revelación del todo superficial pero sobresaliente por sus consecuencias, el eje de la tierra política se desplaza, el quid no es un tema numérico o de mayorías, es una cuestión de poder. La obediencia hacia la mayoría se explica si se parte de la premisa de que la mayoría tiene más fuerza, ¿pero en realidad la tiene? Diez pueden ser más fuertes que noventa en una comunidad de cien y por ello mandar a los diez. No son mayoría, sin embargo, tienen la fuerza suficiente para ordenar y hacerse obedecer con la aplicación e incluso simple amenaza de castigo. Lo mismo sucede hoy en día con nuestros órganos legislativos, columna vertebral de la democracia, donde gobierna la mayoría (allí representada que, por supuesto, no es el pueblo, concepto por demás inasible) y lo hace muy alejada de argumentos racionales, puesto que nada garantiza que once opinen mejor que nueve en una comunidad de veinte, e incluso que uno solo tenga al menos una mejor razón que diecinueve —recordar el caso de Galileo, entre muchos otros—, y con mayor razón, si lo que se discute no es la conveniencia o prudencia de la iniciativa, sino su aceptación como moneda de cambio. A final de cuentas, la quiebra de la democracia desde el que debería ser su bastión más sólido, la discusión en una asamblea, congreso u órgano legislativo, se revela todos los días. En las cámaras gobierna el poder y no la razón. Desde hace muchos siglos un filósofo helenista, nativo de la legendaria Cólquide, Zósimo el mayor, afirmó en tiempos de la segunda sofística: autoritas non veritas facit legem. Por ello, en contra de lo que afirmen los seguidores de la fe en la democracia, en la realidad mexicana, importa esencialmente el poder, y no la verdad ni la justicia, supuestos valores enarbolados por el Estado liberal surgido de las pugnas por la democracia, luego, ¿existe la democracia en México? Nadie que quiera asumir una postura racional, a reserva de pasar por embustero, puede responder afirmativamente esta respuesta; y menos aún si no nos limitamos a preguntar sobre el concepto de régimen político con estructura de derecho, sino que también atendemos a los fines a que aspira, según el enunciado constitucional: pretensión vana pero muy útil.

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