miércoles, 26 de mayo de 2010

Zapatos colgados

Es difícil comenzar este encargo. No siempre es sencillo por más talento que uno tenga. Pero bueno, hay que empezar de alguna forma.

Los zapatos. ¿Hay prenda más necesaria? ¿Cuántos pasos damos? Sin metáfora. Si son para subir escaleras dicen que te dan más días de vida. Pasos para contar el momento decisivo, cuando los duelistas se enfrentan. Los pasos equivalen a pies. Pies como unidad de medida anglosajona. Pies para medir estaturas; pies para medir la profundidad de la sepultura. Los once pasos como distancia que separa al goleador de la gloria. Según la sabiduría del Profesor Töefelsdrock los trajes nos distinguen. Como parte de los trajes están los zapatos. Los zapatos deportivos que no los compran los deportistas. Los zapatos límpidos del estudiante de medicina. Las botas del soldado, del cantor de música folclórica, las de un Presidente latinoamericano que las usa de charol durante una recepción internacional de gala en un palacio europeo. Las zapatillas de mujer: tacones altos y puntiagudos según el canon de la moda contemporánea. Cuántas evocaciones. Cada palabra, nutrida de significado, se enuncia y con su presencia llama a otras tantas. Forma familias de significación. Se escribe “zapato”, se atribuye a un personaje y la evocación se multiplica: El comprador compulsivo, el adolescente que anhela el reconocimiento gremial con la adquisición de los tenis que anuncia el héroe deportivo. La cirugía en ciernes. El impostor en una familia. Las balas, la represión, el orden, la sobriedad. El discurso del dictador que anuncia que el pueblo ha recuperado gracias a sus esfuerzos la libertad que el gobierno liberal le había arrebatado. Las borracheras, las luces y sombreros. Un cuento de Rulfo… y también Luvina. A pesar de sus bondades hay quienes se enfadan y los menosprecian. Hay quienes prefieren sentir la tierra directamente con las plantas, sembrar su camino, dejar que los que vienen detrás cosechen sus pasos. Recuerdo a un profesor que amaba los hermosos pies de los negros en Jamaica quienes llevaban alegremente los zapatos en las manos; estaban forzados a usarlos cuando entraran a los edificios públicos. Mi hermana escenificaba dramas con los zapatos de la familia. Los maltrechos estaban relegados al papel de la servidumbre y los lustrosos, que eran escasos, al de adinerados petulantes; yo hacía otro tanto con las piedras; siempre eran pequeñas y de colores. Aunque mi afición era castrense. He visto bolsas cebadas con decenas de zapatos viejos, costales que a veces se iban directamente a la basura. En otras ocasiones pasaban primero el escrutinio de mi madre para su labor altruista. También vi zapatos avejentados tirados cuando caminaba con mis amigos. El objetivo de un juego con reglas tácitas era decir primero el nombre del camarada y observando el calzado en el suelo añadir: “no te vuelvo a comprar”. ¡Cómo olvidar las zapatillas mágicas! Aquellas que hacían danzar por días enteros y con garbo a su portador, o las botas de las siete leguas. Acaso también deba incluir las sandalias de Mercurio. Es necesario que la humanidad recolecte al menos en recuerdo aquellos zapatos, zapatillas, botas y demás género de calzado que debe preservarse per secula seculorum. Esta indumentaria será la diferencia y nos dará un lugar de distinción en el baile infinito de las esferas. ¿Por qué no rescatar a la manera del coleccionista del Vaticano las botas del primer caído en la toma de Berlín en aquella guerra que fijó el giro del orbe? ¿Qué decir del cuero que cubrió los pies del primer explorador del Amazonas o del primer bocado de los gurmets locales? También debemos de considerar al zapatero que formuló las críticas a la escultura de Apeles y que confinó a los de su oficio a sólo dictaminar en materia de suelas, tacones, ojales o piezas semejantes. Opino que de igual forma se consideren las botas con espuelas o sólo éstas y junto con ellas algunos trozos de piel de corceles históricos. Qué tal los de la carroza robada a Febo o si de hurtos se trata, los jirones de las carnes del rucio robado y vuelto a recuperar de Sancho. Como vanguardia de esta sugerencia que muy pronto tomará un eco robusto puedo decir que he visto colgaderas de zapatos homenajeados en los cables de alta tensión. Algunos certeros saeteros o aspirantes del regimiento de soldados con armas arrojadizas lanzan con destreza, como si fueran boleadoras de la pampa, pares de zapatos unidos con nudos diseñados por Gordio, se enredan en los cables y su estampa nos permite asomarnos a la selección estricta que dominará la recuperación del género humano de sus más celebres calzadores. Hasta ahora han sido anónimos tanto el lanzador como el personaje que se calzó las hechuras colgantes, pero no por ignotos se podrían atribuir a simples parias o vagabundos. He advertido tendidos al vaivén del viento de septiembre zapatos de un muchacho que anotó diez goles en una tarde de cascarita. El tributo merecido es que se retiren sus tenis agujerados para que se inmortalicen en los aires. ¿Qué acaso los zapatos hambrientos cuya punta chata se separa de la suela como adición o mejora a los sistemas de ventilación que se experimentan en la fábrica que produce los Ferragamo y que rescataron a una doncella de la mordida del perro de la colonia no han obtenido ya suficiente mérito para colocarse junto con los faros rutilantes ceñidos a los cables? Es más, dejarlo a la buena voluntad de los conocedores me parece temerario; pugno por que se legisle sobre el particular. La regulación sería la solución. Los sistemas de acceso serían rigurosos y no cualquier individuo podría colgar sus tenis en vida. Me encargaré de que mi diputado local lleve al Congreso este clamor que pronto será exigencia nacional. Por lo pronto, me conformo con ver esas esferas irregulares girando y saltando por las tardes, orgullosas y por encima de nosotros.

El método teleológico

El método teleológico en general llama a la explicación de las cosas o fenómenos con orientación hacia un fin. Así, la explicación está dada por el reconocimiento de la finalidad. La palabra teleología es de origen griego. Está formada por los vocablos τέλος (en su sentido de fin, término, realización, cumplimiento, resultado, éxito, decisión, determinación, punto culminante, cima, pleno desarrollo, consumación… es decir, el fin propuesto para llegar o hacer llegar algo; la consecución de un propósito y que se consigue porque se tiene su tendencia) y logia (derivado de logoV —razón—, en el sentido de ‘estudio’, ‘doctrina’ o ‘ciencia’). Por tanto, un significado primario es doctrina de los fines. El diccionario de la Real Academia Española define la palabra ‘teleología’ precisamente como “doctrina de las causas finales”.

El término teleología fue empleado a principios del s. XVIII por el filósofo, jurista y matemático alemán Christian von Wolff
[1] en su obra Philosophia rationalis sive logica para designar a la parte de la filosofía natural[2] que explica los fines de las cosas, a diferencia de la parte que se ocupa de las causas. La propuesta de Von Wolff no era del todo novedosa.

Se atribuye a Anaxágoras (
500 - 428 a. C.), Platón (427/428 a. C. - 347 a. C.) y Aristóteles (384 a. C. - 322 a. C.) las primeras expresiones de ideas en torno a los fines. La noción de “nouV” (espíritu) del primero llama a un fin en virtud del cual se producen separaciones y mezclas de acuerdo con un principio de orden. Las indagaciones de Platón sobre ‘ideas’, ‘formas’… conducen más a fines que a causas por tratarse de modelos, pero el concepto de finalidad, causa-final fue desarrollado en forma acabada por el filósofo de Estagira. Se trata de una las cuatro causas o especies de causa[3]. Su contraste de la causa eficiente y la causa final derivaron ulteriormente en la historia de la filosofía entretenidos y amargos debates entre las corrientes de pensamiento causalista y finalista. Se podría distinguir la causa eficiente de la causa final con base en la consideración de que el fin es propiamente la causa de la acción de la causa eficiente. Así el fin es lo que explica para qué opera la causa eficiente.

La tradición medieval escolástica retomó la teoría metafísica aristotélica de la causa final y la aplicó la explicación del mundo bajo el principios quidquid fit, propter finem fit. En este contexto Santo Tomás de Aquino (
12251274) expuso su célebre quinta vía para demostrar la existencia de Dios. Esta ‘prueba’[4], se basa en la finalidad. Consiste fundamentalmente en la idea de que todo ser tiende a realizar un fin o a una finalidad, el cual no puede residir en el propio ser, sino en una inteligencia suprema fuera del ser, es decir, Dios. En esta posición subyace la idea de orden.

A partir de Galileo (
1564 - 1642) la tendencia fue la eliminación de la causa final aristotélica y prevaleció la causa eficiente, acorde con una explicación mecanicista del universo; éste fue el derrotero de la ciencia natural o física y filosofía moderna. Se puede hablar de una visión aristotélica y una galileana. De acuerdo con Georg H. Von Wright (1916 - 2003). Existen dos grandes tradiciones en la historia de las ideas que difieren entre sí en lo que toca a las condiciones que debe satisfacer una explicación para ser considerada científicamente respetable: la tradición causalista o mecanicista y la teleológica. Conforme a la primera, existen leyes que conectan los fenómenos que son determinados, numéricamente mesurables y los distingue de distintos determinables genéricos.

Sin embargo, posiciones contemporáneas han descartan la incompatibilidad entre las dos corrientes de pensamiento, puesto que la acción de un agente con intención o propósito no se contrapone necesariamente con la causalidad.

Existen empeños como el Rudolf H. Lotze (
18171881) para deslindar la explicación teleológica de una condena determinista[5]; pretendía desarrollar una teleología empírica consistente en descubrir en los fenómenos mismos relaciones de finalidad. Postuló que en la causa reside un fin.

Von Wright sostuvo que las explicaciones teleológicas pueden agruparse en dos sectores. Una se caracteriza por el uso propio de nociones como ‘función’, ‘propósito’ y ‘totalidad orgánica o sistema’ (v.g. sistemas biológicos o cibernéticos); y en la otra, las nociones de ‘tendencia’, ‘aspiración’ e ‘intencionalidad’.

También se ha distinguido entre teleología aplicada al estudio de fenómenos naturales, orientada con el concepto de dirección hacia un fin, generalmente programado, y al estudio de las acciones de agentes humanos, bajo la idea de intención y propósito. No obstante, el uso de los términos ‘propósito’ y ‘dirección hacia un fin’ constituye una característica esencial los criterios que debe satisfacer todo sistema teleológico.

Finalmente, otro filósofo contemporáneo N. Hartmann (
1882 - 1950) sostiene que la forma de pensar teleológica es una categoría del entendimiento —a diferencia de la causalidad que es una categoría real de los acontecimientos naturales— propensa a penetrar en cualquier sistema ontológico y la reconoce en tres formas: 1) teleología de los procesos (responde a la pregunta ¿para qué? Pero en el sentido interno, como parte de la esencia); 2) teleología de las formas o tipos (formas orgánicas o inorgánicas. Estima que existe jerarquía entre las formas, por lo que unas son superiores a otras) y 3) teleología del todo (concibe al mundo como un Absoluto, unidad informante, creadora y principio de todo movimiento).

Para este autor la finalidad como categoría del entendimiento se opone a las nociones de nexo causal y acción recíproca —que aparecen en las explicaciones causalistas—, así como a la determinación actual y a la determinación por el todo. Por eso el pensamiento teleológico o pensar según los fines es un modo de pensar último, una concepción del mundo.

Otra distinción útil de Hartmann fue la finalidad como explicación teleológica atendiendo una causa final, objeto de la ontología, y la explicación que se ocupa de la finalidad como propósito de un agente, que sería materia de la ética.

Además, este pensador se cuestionó los motivos que impulsan a la conciencia a adoptar un pensamiento teleológico. Sostiene que son cuatro: a) la condicionalidad histórica de nuestro pensamiento (la tradición teleológica); b) los supuestos del pensar ingenuo o el interés del ¿para qué?; c) los supuestos del pensar científico (la regularidad de los fenómenos y especialmente de los organismos, así como exigencias ocasionales del método); y d) los supuestos metafísicos-populares (ideas y ocurrencias del orden divino, panteísmo…) y filosófico-especulativas (idealismo, predominio del valor, motivos estéticos…).

En la ciencia del derecho y la actividad jurídica práctica es relevante la explicación teleológica o con orientación a fines en el terreno de la interpretación de las leyes. Se ha sostenido la existencia de un método teleológico, en cuyo uso se invocan nociones como ratio legis¸ voluntad del legislador, voluntad de los contratanes,… También es frecuente que en la disputa sobre los valores y las normas se presenten argumentos a favor de los ‘fines del derecho’, tradicionalmente se reconoce a la justicia, el bien común y la seguridad como los pilares básicos del edificio valorativo que debe imperar en el derecho.

[1] Pensador racionalista (1679-1754) representante de la segunda etapa de la ilustración alemana (Aufklärung) que, sin embargo, confío en la capacidad humana para conseguir certeza en el conocimiento de la metafísica, incluido el conocimiento de Dios. Fue expulsado de la Universidad de Halle, donde enseñaba matemáticas tras la acusación de ateísmo (1723). En el terreno del derecho se distinguió como un iusnaturalista racionalista.
[2] Filosofía natural o filosofía de la naturaleza era el nombre con el que se conocía la ciencia de la física hasta mediados del s. XIX.
[3] En la ontología dinámica de Aristóteles las cuatro causas: eficiente (o principio del cambio) material (aquello de lo cual algo surge o mediante lo cual llega a ser), formal (idea o modelo), y final (la realidad hacia la cual algo tiende a ser) explican el proceso de cambio de la potencia al acto en los seres.
[4] Llamada desde el s. XVIII ‘prueba teleológica’. Las otras cuatro vías o pruebas son el hecho del movimiento (primer motor), la causalidad, la relación contingencia-necesidad y la graduación de la perfección entre los seres.
[5] H. Bergson (1859 - 1941) Escritor y filósofo francés, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1927. Consideró que el causalismo considera que las cosas están ‘determinadas’ desde su comienzo; el teleologismo, desde el fin.

Drogadicción y crimen

En nuestro país, recién integrado a la civilización occidental del siglo XXI, se ha perdido el efecto sorpresa ante los crímenes inverosímiles asociados al tráfico y consumo de drogas. En la consciencia colectiva las notas de sangre y las fotografías macabras de primera plana son parte de la realidad cotidiana. El transeúnte ya no se detiene a observar con atracción mórbida los troncos decapitados de los ‘ajustes de cuentas’. ‘Es algo de todos los días’ piensa y sigue su paso preocupado en problemas concretos que sólo le conciernen en lo personal y su círculo más cercano: esto devela otra enfermedad cultural, la indiferencia, el nihilismo, en fin… Nos hemos familiarizado con la violencia de los crímenes, la hemos internalizado y la hacemos nuestra con la ausencia de nuestra protesta o fascinación, porque hasta en los crímenes hay lecturas e interpretaciones, y todas ellas exigen esfuerzo intelectual cuyo producto no puede dejar de asombrarnos. Las drogas, su afición y necesidad y el mercado que producen, junto con las características que lo identifican: la clandestinidad, la violencia, lo negro, lo underground —para usar un neologismo y con ello una expresión más rotunda—, forman parte de nuestro entorno, digamos natural. Sin embargo, en lo individual, en lo íntimo de nuestra reflexión particular, seguimos siendo víctimas indirectas de la ola de homicidios, extorsiones o secuestros, deseosos de que ni siquiera amenace nuestras certezas, que no dañe a nuestros seres amados. Desesperados en lo personal buscamos respuestas, certidumbres que nos permitan volver a dormir sin sobresaltos, que nos guíen en nuestra jornada rutinaria. Nada encontramos. No hay señales, signos que exijan a un intérprete que nos diga: ‘todo está bien’, ‘la maldad no ha triunfado’. ¿Qué tenemos? Culpamos a las autoridades, al gobierno en turno, a la policía corrupta, a los desalmados traficantes, a los embaucadores de muchachos que siembran la semilla temprana de la adicción… una larga cadena de responsables señalados. ¿Y la solución?, ¿quién apunta o muestra la misma lista enorme de soluciones? Escuchamos acerca de agravar las penas —se clama con vehemencia a la vez que se denuesta al osado predicador de la pena de muerte, (y creo que soy uno de los convencidos de su prédica)—, de establecer —aunque los menos certeros con el idioma hablan de ‘implementar’— ‘políticas de ‘mano dura’, de ‘cero tolerancia’? La coacción, como eje conceptual de los teóricos de la visión positivista del derecho, no ha resultado útil. En verdad no quiero comenzar a derrumbar ídolos —con mayor razón si sus bustos son los bases de las columnas de muchos de mis postulados intelectuales sobre el derecho—, pero he de ser franco y reconocer que no veo que la fuerza legítima del Estado, el monopolio de la fuerza pública, la institucionalización de la violencia, hayan servido para alcanzar los objetivos anhelados: erradicación de la delincuencia vinculada al consumo y tráfico de drogas. Día con día tenemos noticias rimbombantes sobre decomisos, que se cuentan por toneladas, de cocaína, marihuana y otros estimulantes, detenciones de miembros de organizaciones criminales dedicadas al comercio de estos productos, caídas de grandes capos y de altos funcionarios involucrados en las redes de complicidad, cambios de procuradores o de los llamados zares antidrogas —y no sé por qué razón, y al respecto sería interesante saber qué opinión tendría de ese título la zarina Catalina o Pedro el Grande—, pero también copiosa información sobre balaceras, asesinatos, homicidios sanguinarios, un largo etcétera de delitos relacionados con estos hechos. Parece que las medidas tomadas desde el poder público no han sido suficientes a pasar de sus logros; victorias pírricas acaso. La fuerza del Estado no ha bastado, se necesita algo más. Tenemos a la fuerza coactiva por excelencia del aparato estatal en combate: el ejército —¿o será o que hay que dar crédito a los maledicentes que hablan de cárteles protegidos desde el poder, intocables por las fuerzas armadas?, y a pesar de ello las bandas de comerciantes de los ‘paraísos artificiales’, —como los llamó atinadamente un célebre poeta simbolista—, permanecen, siguen operando. ¿Estamos frente a un problema irresoluble desde los instrumentos del Estado? En caso contrario, ¿qué ha fallado? Bastaría con encontrar la pieza que no encaja en la maquinaria para que ésta funcione.

Creo que la solución está en la fuerza del Estado, sin duda, pero no en la represiva, en la intelectual, en la creativa, en la generadora de reglas, en el poder estatal en el ámbito legislativo. Sí, ahora es el turno de las voluntades reunidas en los órganos creadores de leyes. La solución a los malestares enunciados está en la fortaleza estatal, en la creación de leyes, en leyes que den un giro poderoso para terminar con la política de prohibición: ¡despenalizar en términos absolutos, la posesión consumo y tráfico de las drogas! En el entendido que despenalizar no significa dejar regular, pero sí dejar de criminalizar a los productos, comerciantes, distribuidos y consumidores. ¿Por qué no se emprende?

El gusto y con ello la adicción, por las drogas es inmemorial, como también su necesidad. ¿Debe ser siempre castigado? Surge la pregunta legítima por la despenalización absoluta del consumo y tráfico como solución. ¿Por qué no apuntar hacia esa dirección? La civilización occidental contemporánea asocia los conceptos ‘drogadicción’ y ‘crimen’. Pareciera que están ligados de forma indisoluble. Sin duda ambos son malestares culturales actuales, ¿pero se encuentran relacionados de forma inseparable? ¿Han existido sociedades donde las adicciones y los crímenes no fueran conceptos tan hermanados? ¿Se pueden disociar, tratar y solucionar por separado? Las drogas fueron necesarias para alcanzar estados alterados beatíficos de consciencia. Los misterios de Eleusinos que celebraban los griegos requerían del consumo de sustancias ensoñadoras. Se puede elaborar todo un manual de flora fantástica a partir de los efectos alucinógenos que las primeras civilizaciones utilizaron ordinariamente ausentes de políticas represivas. Los poderes adormecedores de las plantas no eran perseguidos, eran medios de comunicación con los dioses, dominio de los oráculos. ¿Hoy en día lo siguen siendo? ¿Por qué nuestra sociedad secularizada reprocha a sus chamanes modernos? ¡Cuántas obras maestras nos ha legado el consumo de enervantes! la dama el opio, enfundada en sus lienzos verdes, animó las charlas que frecuentaban los decandentistas franceses en el siglo XIX; la hierba por excelencia engendró la contracultura de los años sesenta, el rock y todas las liberaciones sociales que impactaron de una u otra forma los movimientos políticos del siglo XX, ¿por qué condenar entonces estos vehículos de las musas?

Arriesgo una respuesta: las drogas son las puertas que nos conducen al palacio del remanso y a los brazos lánguidos de la evasión. Un sujeto evadido se desprende de su entorno inmediato, conquista cumbres de felicidad cuyas cimas sólo atisban los cautivos de la realidad consciente, aquéllos que no se aventuran al bosque y dejan escapar a la liebre que porta un reloj. Por tanto, el adicto se concibe así mismo como el superhombre profetizado por el genio locuaz, como el hombre que vislumbra un fragmento de la inmensidad y logra comunión o conversa con sus demonios en calma. Como está por encima de las reglas de los mortales sobrios, impone las suyas y desacata las normas del mundo. Si este visionario fuera sólo uno sería la válvula de escape del sistema, quizás un mal necesario, incontrolable pero inofensivo, ¿pero qué pasa cuando la comunidad de evadidos agrupa a dos, a cien o a sus múltiplos? ¿La sociedad, sus controles institucionalizados, los mandatos legislativos los podrían contener? No es fácil, y quizás hasta imposible gobernar, y con ello manipular, a los sujetos que se han liberado de las cadenas de las reglas del mundo. Estas personas dejarán de obedecer a la autoridad, se darán sus propias leyes y entronizarán al desacato como su líder. Con este nuevo liderazgo los órganos estatales dejarán de tener referente, se cuestionará la estabilidad de la comunidad, el Estado y la idea global. Por eso se debe condenar el consumo de las carrozas celestiales. Es necesario no soltar el control, y sólo prohibiendo y satanizando al evasor voluntario de la realidad se podrán perpetuar los mecanismos de dominación. No de forma gratuita, por las mismas razones, en el país de la cimitarra, El Profeta restringió el vino para evitar los disparates y con ello destruir a los forjadores de mentiras.

Al margen de esta apología por las sustancias fantásticas, que de suyo muestra al menos una razón para continuar con la prohibición, a fin de adoptar una propuesta seria, como lo anticipé, me adhiero a la opinión razonable de acabar con la política de prohibición: ¡despenalicemos en términos absolutos la posesión, consumo y tráfico de toda clase de estupefacientes! No por el hecho de liberar estas acciones la población se volcará rabiosamente a su adquisición y deleite. El consumidor sólo será el interesado y pudiente: “a cada quien según su necesidad… y sus posibilidades”. La elección será estrictamente personal y se deberá orientar con la educación del entorno. Se sustituirá la protección paternalistas del Estado, que es un mal padre, por la asunción libre de una responsabilidad individual.

Paralelamente, con la despenalización y su necesaria regulación tendremos avanzado un gran capítulo de la anhelada reforma fiscal: la Ley del Impuesto sobre la Renta, la del Impuesto Especial sobre Producción y Servicios, la del Impuesto al Valor Agregado y hasta la Ley del Impuesto General de Importación tendrán hecho imponibles adicionales y, por consiguiente, la Ley de Ingresos y el correspondiente Presupuesto de Egresos registrarán un rubro novedoso. De igual forma, al eliminarse el delito, se extinguirá al delincuente relacionado con el mismo, y dado que no existirá criminal que encubrir o delito por disimular, desaparecerán los actos de corrupción al interior del gobierno. Adiós a las ejecuciones y a la plasticidad e ingenio de los sicarios, protagonistas de las actuales páginas amarillas de los diarios; atribuciones para la Secretaría de Salud, que será la competente para controlar la calidad de las drogas, su producción tendrá disciplina y muchos de los efectos más nocivos dejarán de ser problema.

Hoy en día se consume y se trafica con las drogas a pesar de las prohibiciones y la persecución, y esta situación arrastra consigo varios delitos colaterales, pero al extinguirse la fuente primaria, también éstos, por necesidad, se desvanecerán. Con la liberación, tal vez continúe el consumo y el comercio, pero se reducirá notablemente la lucha clandestina por mercados, los asesinatos como instrumento del poder comercial y los negocios de los funcionarios cooptados por el crimen organizado. El mismo concepto de organización del crimen para perpetuar el negocio y salvar las barreras que le impone la política de prohibición será innecesario ante la desaparición de estos obstáculos. Creo que los beneficios de la despenalización son innumerables. La salida es la voluntad política, la toma de la decisión afortunada para afrontar con verdadera valentía las vías de solución.

Puede objetarse la postura asumida al vislumbrar los efectos perversos que tendría la despenalización, pero cualquier intento para desvirtuar esta solución no puede pasar por ignorar que la misma política de prohibición es la causante de los males mayores que rodean al consumo y comercio ilegales.

La democracia en México.

¿Podrá alguien cuestionar la veracidad de la afirmación relativa a que en el Estado mexicano existe la organización política basada en el ideal democrático? ¿No existe acaso la prescripción normativa suficiente? El artículo 3, fracción II, inciso a), de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece con claridad que en México la democracia se debe entender como una estructura jurídica y un régimen político, pero también como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. ¿No está expresado claramente así en la norma fundamental qué es la democracia para los mexicanos y derivar a partir de ello que, efectivamente, existe democracia en México? Creo que no nos basta. Para responder a esta pregunta debemos examinar si lo redactado en verdad existe o no en los hechos, si es parte de nuestro entorno cotidiano o sólo es una fórmula legal vacía. ¿Cómo verificar esta aserción? Como cualquier enunciado que exija verificación. Debe acudirse a la facticidad. Valga la utilidad de los estudios jurídicos de carácter empírico y vertiente pragmática. Se sabe que cuando una investigación tiene el perfil del conocimiento empírico pragmático del derecho se pretende el conocimiento real de las normas jurídicas, es decir, a su eficacia o efectividad. En esta clase de conocimiento el objeto es la conducta real prescrita por las propias normas, advertirla en la realidad, y contrastarla con el enunciado normativo a fin de encontrar identidad o disparidad, incluso oposición. Sin embargo, no menos interesante es examinar el texto legal, los puntos de contacto con otros elementos de información que posibilitan la interpretación de lo diseñado por el constituyente. Así, la democracia, como bien se señaló al citar el precepto constitucional aludido, es un régimen político dotado de una estructura jurídica, pero también un sistema de vida peculiar, aquel que se basa en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. Con estas premisas conviene indagar qué es en realidad la democracia en general y cómo puede distinguirse de otros regímenes políticos con estructura jurídica que significan a la vez un sistema de vida orientado hacia la consecución de los mismos objetivos. Luego, acudir a nuestra realidad mexicana. Considero que sería útil revisar un poco del origen de la palabra democracia para desarrollar las siguientes ideas, a pesar de que a alguien tan afamado como Sartori le irrite asumir la importancia en el tema de la etimología del vocablo; este mismo autor inicia su discurso sobre qué es la democracia con el origen de esta palabra. Así encontramos en las voces griegas dhmosς (demos) y kratoς (kratos) los significados de pueblo y poder o autoridad, respectivamente, de lo que se deriva el lugar común: “el poder del pueblo”. Así la democracia es el poder del pueblo. Pero no debemos ignorar el contexto de producción de este significado, el uso de esta palabra en el momento en que surgió o al menos en el periodo en que se reflexionó sobre su connotación. Para ello nos servimos de un referente obligado. Aristóteles nos informó en la Política, entre muchas otras cosas, que la democracia es junto con la tiranía y la oligarquía una de las tres formas negativas de gobierno, en oposición de las tres formas virtuosas: monarquía, aristocracia y timocracia. En aquel panorama político, el pueblo, entendido como una mayoría de individuos dentro de la comunidad, se integra en un conjunto cuya regla de inclusión es el hombre libre, de tal suerte que aquel individuo que carece de esta cualidad, el esclavo, no puede asimilarse al elemento pueblo; y dado que quizás los esclavos pudieran llegar a ser mayoría en términos de población, un gobierno dirigido por esclavos es inconcebible. Primera clave para desterrar las virtudes coloridas que en la actualidad se quiere impregnar en la muy desteñida tela en que se borda la imagen de la democracia. Esta posición tampoco está muy alejada de los ideales revolucionarios de la Francia regicida de finales del siglo XVIII, donde con mayor claridad se reclamó la soberanía para la volonté générale, para la Nación, que no para el pueblo, entendido como la gran masa de desposeídos lanzados a las barricadas. La Nación en ese sentido se componía de los nuevos individuos poderosos, usureros y mercachifles que ganaron presencia en la sociedad por su actividad económica: siguiente paso, la notoriedad política, la ansiedad de regir los destinos y dirección de la vida de su comunidad. Desprovistos de respaldo en alguna tradición nobiliaria o linaje aristocrático, deseosos de poder, de arrebatarlo a su legítimo poseedor hasta ese momento, el monarca absoluto, se aproximaron a los idearios de los philosophes como discurso legitimador, puesto que su instrumento fue el mismo que tantas clases han utilizado a lo largo de la historia y que seguirá usándose por principio para asumir una posición de poder, la violencia física. Las cabezas reales rodaron —y meses después también la de prominentes miembros del celebérrimo Comité de Salud Pública, cancerbero de la revuelta—, y apoyados en la idea de los sacerdotes de la nueva religión civil, la voluntad general se constituyó en asamblea generadora de un nuevo ente político, ¿pero destinado a beneficiar o siquiera proteger en una cuota mínima de supervivencia social a las masas? ¿Participaron acaso los millares de individuos miserables que asaltaron la famosa prisión en el acto constitutivo de “la Nación”? Eran sin duda mayoría, ¿y aceptaron la decapitación de su rey y asumieron el poder? ¿Se fundó en la Francia heredera de la cultura ilustrada un Estado democrático? Otro hito —o deberíamos decir mito— de las contiendas por la democracia, lo que de cierta forma nos debe guiar para encontrar pistas que desvelen su significado: la revolución de las colonias norteamericanas. ¿En aquel momento se fundó un Estado guiado por los pilares doctrinarios de la democracia y se concretó en los hechos? ¿Esa rebelión de contribuyentes y buscadores de un dios personal en una nueva tierra prometida, libre del yugo romano, anglicano y otras desviaciones de la fe, levantó de la tierra un Estado basado en el ideal democrático? ¿Se logró el gobierno de la mayoría, del pueblo, puesto que el pueblo es mayoría? Muchos años después, en el campo de batalla de Gettysbury, Pennsylvania, durante la guerra contra los Estados confederados, Lincoln, pronunció la sentencia terrible, —posterior catalizador de demagogias y entronización de charlatanes—; la derrota del General Lee, permitió al adalid de las tropas yankees afirmar que ganó para su nación, bajo la protección de dios, el nacimiento de una era de libertad y del “…government of the people, by the people, for the people…”. El lema favorito de los comerciantes de democracias, el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, permite encubrir, a partir de una lectura sesgada del histórico discurso, que este pueblo es el vencedor y, según la propia declaración de su caudillo, el que se alineó —conforme a una mentalidad alineada narcisista— de lado de la voluntad divina, que debe su gracia y legitimidad al pueblo creyente del buen dios. ¿Cuántos discursos de nuestros políticos representan al alférez que lleva el estandarte de este nefasto apotegma? Posteriormente, otro personaje necesario en la historia del delineamiento conceptual de la democracia, Thomas Jefferson, precisó que por “pueblo” debe entenderse “todo el pueblo” e invocó el principio de la Lex majoris partis, la ley de la mayoría; en contrapartida a este dogma político, un brillante teórico, visionario del constitucionalismo continental del siglo XIX, y acallado por encontrarse próximo a los estados que a la postre formarían el bando esclavista de los sureños, John C. Calhoun, había presentado en un discurso más contundente, sobre el mismo ideal que la democracia quiere apropiarse, la legitimidad y la dirección unívoca en una sociedad a partir de la decisión de la mayoría, el principio de la mayoría concurrente. Expuso que el error fundamental del principio de mayoría, base de los postulados de la democracia, es suponer que el gobierno de la mayoría absoluta es un gobierno del pueblo, cuando en realidad es el gobierno de los intereses más potentes, y si no se controla, el más tiránico y opresor que pueda imaginarse. A partir de esta expresión crítica, se pudo afirmar que el gobierno inspirado en el principio utilitarista del “bien más grande para el mayo número posible” resulta el más injusto y pernicioso, ya que cien hombres no tienen derecho para gobernar a noventa y nueve o a un número menor si con ello se favorece a esos cien en detrimento de los noventa y nueve; de ahí que el principio deba reformularse en el mayor bien para todos, sin injuriar a nadie. Tal vez por esta misma razón muchísimos siglos antes el maestro de Estagira pareció favorecer una forma de gobierno mixta en contra de la democracia, en la cual advertía el peligro de que el gobierno en manos de los no aristócratas comenzaría la expropiación rabiosa de sus bienes con mero afán vengativo. En el siglo XX, en la cuna de la filosofía más impresionante desde la que legara la Grecia de la antigüedad, el maestro C. Schmitt denunció los excesos del régimen parlamentario, columna vertebral de la democracia según se ha presentado ésta como un producto de la doctrina política del liberalismo, aunque como parte de su estrategia distinguió con agudeza la democracia y el liberalismo. Este profesor puso la mano en la herida. Señaló que como forma de gobierno el parlamentarismo, que se edifica, por principio, a partir de mayorías, tiene de suyo el defecto de la inestabilidad de los gobiernos y el constante vasallaje hacia el parlamento, por lo que o bien conduce al gobierno del parlamento o implica la imposibilidad de gobernar, lo que conlleva contradicción en el principio de división de poderes, que el parlamentarismo como régimen nacido del ideario liberal debería respetar. Y si conectamos estas ideas con las esbozadas previamente, tenemos que en el parlamento, la representación mayoritaria, defenderá sus intereses frente a la minoría que debe someterse a sus mandatos; y en términos de población actual, ¿lo que dictan cincuenta millones debe ser obedecido por cuarenta y nueve millones? ¿Y qué pasa cuando se considera que la voluntad general que se expresa soberanamente en un órgano legislativo sólo es la mayoría que se forma a partir de los electores que el día de la elección se presentaron despistados a decidir quién sería su representante, aderezado con el hecho de que esa mayoría es sólo la empadronada y que ésta, a su vez, es una simple minoría de la población con capacidad legal en general? La cadena de la representatividad se nos antoja cada vez más débil. Al margen de las críticas apuntadas muy brevemente al régimen democrático y para retomar la interrogante inicial, si entendemos por democracia el régimen político dotado de estructura jurídica donde gobierna la mayoría, el rasgo esencial está dado en el concepto de “mayoría” y no en el concepto “pueblo”, —término por lo demás ausente de consistencia conceptual y, desde luego, no susceptible de experimentación—. Además, descartó la idea de detenernos en el tema relativo a que este régimen político para adquirir identidad deba responder a los valores o principios de constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo, porque los gobiernos dictatoriales con economías libres, mixtas o centralmente planificadas también invocan estos propósitos para sustentar su existencia; en otras palabras, la orientación a fines no dice nada singular y propio del régimen democrático por definición. En ese sentido, para ubicarnos en la realidad nacional, creo conveniente dejar en la mesa las siguientes reflexiones finales. Nuestros órganos legislativos están integrados por individuos que no tienen más representación que la del líder partidista que los colocó en las listas plurinominales o bien que impulsó o al menos no se opuso a que presentara su candidatura, hiciera su campaña y lograra convencer al electorado (aquellos minoría minúscula —valga la expresión— que por necesidades ordinarias de identificación obtuvieron su credencial de elector y tuvieron la ocurrencia de asistir a las urnas el día de la votación). Además, en el seno de las discusiones parlamentarias, la decisión se toma en la medida en que se aseguran los votos que aquellos individuos ungidos por el poder que posibilitó su presencia en los escaños, y sólo bajo el principio de intercambio de do ut des. Así se comercia con las iniciativas, se votan por la conveniencia de apoyar una u otra, incluso de supuestos adversarios políticos, y una vez “cabildeada” —así se dice en el argot— la propuesta, se toma la decisión; luego, lo que pronuncien estos señores será ley, será regla de conducta, reducción de opciones de comportamiento para todos los demás. Pero resulta que todos los demás están fuera del recinto legislativo, no participamos, no intervenimos en la consulta o en la discusión de las leyes. A nadie convence la ficción de la representatividad. Sé que esto es un simple lugar común: destacar la crisis de la representación en la democracia del mundo contemporáneo, pero no por ello falso o menos importante. Es el punto de partida, puesto que jamás ha existido tal representatividad. Por último, como se anotó previamente, ¿por qué noventa y nueve debemos obedecer lo que dicen cien cuando lo que deciden es para beneficio propio y en perjuicio de los noventa y nueve? Por la sencilla razón de que esos cien tienen la fuerza suficiente para aplicar las sanciones en caso de desacato. Pero entonces, con esta revelación del todo superficial pero sobresaliente por sus consecuencias, el eje de la tierra política se desplaza, el quid no es un tema numérico o de mayorías, es una cuestión de poder. La obediencia hacia la mayoría se explica si se parte de la premisa de que la mayoría tiene más fuerza, ¿pero en realidad la tiene? Diez pueden ser más fuertes que noventa en una comunidad de cien y por ello mandar a los diez. No son mayoría, sin embargo, tienen la fuerza suficiente para ordenar y hacerse obedecer con la aplicación e incluso simple amenaza de castigo. Lo mismo sucede hoy en día con nuestros órganos legislativos, columna vertebral de la democracia, donde gobierna la mayoría (allí representada que, por supuesto, no es el pueblo, concepto por demás inasible) y lo hace muy alejada de argumentos racionales, puesto que nada garantiza que once opinen mejor que nueve en una comunidad de veinte, e incluso que uno solo tenga al menos una mejor razón que diecinueve —recordar el caso de Galileo, entre muchos otros—, y con mayor razón, si lo que se discute no es la conveniencia o prudencia de la iniciativa, sino su aceptación como moneda de cambio. A final de cuentas, la quiebra de la democracia desde el que debería ser su bastión más sólido, la discusión en una asamblea, congreso u órgano legislativo, se revela todos los días. En las cámaras gobierna el poder y no la razón. Desde hace muchos siglos un filósofo helenista, nativo de la legendaria Cólquide, Zósimo el mayor, afirmó en tiempos de la segunda sofística: autoritas non veritas facit legem. Por ello, en contra de lo que afirmen los seguidores de la fe en la democracia, en la realidad mexicana, importa esencialmente el poder, y no la verdad ni la justicia, supuestos valores enarbolados por el Estado liberal surgido de las pugnas por la democracia, luego, ¿existe la democracia en México? Nadie que quiera asumir una postura racional, a reserva de pasar por embustero, puede responder afirmativamente esta respuesta; y menos aún si no nos limitamos a preguntar sobre el concepto de régimen político con estructura de derecho, sino que también atendemos a los fines a que aspira, según el enunciado constitucional: pretensión vana pero muy útil.

Sobre el constitucionalismo multinivel

El concepto de constitucionalismo multinivel como alternativa para hacer frente a los nuevos desafíos de la realidad presente de nuestro país frente a las teorías positivistas dominantes en torno a la Constitución resulta interesante en la medida que propugna la ausencia de jerarquías verticales entre los diferentes órganos del Estados; desplaza o mejor dicho dispersa el centro unívoco de decisión para la solución de conflictos en los distintos órganos del Estado; éste resulta muy chico para afrontar problemas que rebasan las fronteras, pero muy grande para atender reclamos ciudadanos de carácter regional o muy focalizados en ciudades o pequeñas comunidades; presentar la cuestión de la competencia del órgano de autoridad desde otra perspectiva es una de las más interesantes propuestas, así como la defensa de la libertad ante los poderes públicos y privados, a fin de ampliar el horizonte democrático y sustituir el paradigma actual. Sin embargo, a pesar de las bondades que presenta innovar nuestros conceptos a partir de las nociones de esta teoría constitucional reciente, no debe ignorarse que la misma se generó en un contexto completamente distinto, en una Europa casi integrada por completo, donde las estructuras estatales responden a otras tradiciones históricas y realidades presentes; circunstancias que no se tienen en este país. Tratar de aplicar un modelo teórico a una realidad que no responde a los presupuestos fácticos con la que fue diseñada podría no ser prudente del todo. Proceder de esta forma generaría respuestas adversas tan válidas como la pertinaz oposición a la aplicación de cualquier modelo económico o político que provenga del exterior; desde luego, frente a los modelos que dictan las autoridades supranacionales de la globalización anglosajona siempre será opción lo que se crea en Europa occidental, pero no puede adoptarse de forma acrítica o desentendida de la realidad de nuestro país donde la cara de la realidad nos presenta la existencia estadística de cuando menos 60 millones de individuos en condiciones de pobreza extrema.

Sobre el bicentenario.

Heródoto de Halicarnaso acomete su obra con el anuncio de que su empeño tiene como objetivo luchar contra el olvido. Por su estilo épico desea preservar la gloria de los suyos, aunque no ignora las de sus enemigos y la buena fama de éstos, quizás por eso distingue desde el principio: nosotros y aquéllos: los griegos y los bárbaros asiáticos, y así comienza el relato del llamado Padre de la historia. Tal vez desde entonces no sea posible emprender esfuerzos intelectuales destinados a indagar sobre el pasado sin esta pretensión glorificante de lo propio y deshonra de lo ajeno. Parece que este basamento dualista —que facilita la calificación de tendencioso de parte de la oposición— opera como una suerte de categoría de la razón histórica. Cada vez que abordamos la empresa de reconstruir los hechos del pasado asumimos una posición que de forma ineluctable seguirá este doble propósito y todos sus accidentes. Dado que siempre que se realizan elecciones se discrimina, se tiene que seleccionar el pasaje, la anécdota, el acontecimiento conveniente, favorable, aquel que demuestre la tesis o se acomode mejor con el interés particular que anima la tarea de explorar sobre lo ocurrido; en sentido inverso, se cercena lo “innecesario”, eliminamos lo incómodo. Narrar los hechos acaecidos nunca es tarea neutral. Este es el problema fundamental para expresar los resultados de la experiencia individual y colectiva. En la narración histórica siempre habrá expresiones aprobatorias y denuestos dolosos o involuntarios; qué decir del análisis o juicio sobre su herencia. Y dado que advertimos la constante del éxito o fracaso de la tarea de la descripción atinada del ayer como preñada de influencias personales y de grupo, quien se ostente presentador de los sucesos pretéritos debe explicitar su posición. Acaso la identificación —tal vez forzada— de ciclos históricos permita reflexionar sobre estas dificultades.

Al margen de que la mayor parte de la carga semántica del término ciclo pueda encontrarse en los manuales de astrología, aplicado a la disciplina del relato veraz del pasado, un ciclo sólo tiene sentido en una historia circular. La visión lineal de lo acontecido y el porvenir rechaza la idea de los ciclos. Nada se repite, suscribiría cualquier discípulo de Heráclito; aunque las paradojas de los eleatas, seguidores de la inmovilidad, podrían ilustrar el contraargumento, y con este auxilio se rescataría la noción de los ciclos históricos y la restauración de la consecuencias de la conocida teoría del eterno retorno; el ciclo como entidad de la naturaleza del tiempo que señala un suceso relevante, consumación del periodo al que se dota de un significado especial, es una idea muy atractiva para trujamanes —hoy llamados asesores— de la clase política. Este postulado exige además de reconocer la continuidad como simple reflejo del pasado, asentir que su observación nos coloca como espectadores de lo que la fatalidad dicta, y de allí a nombrar inútil cualquier esfuerzo por rememorar, conservar y aquilatar acciones pretéritas no existe distancia longa; en caso contrario, ante la convicción del agotamiento instantáneo de los momentos, la muerte inexorable de cada fracción de tiempo y su estatuto de unicidad, surge la opción y necesidad por conservar, por atesorar memorias y remar contra las aguas del Leteo histórico.

Rechazo, pues, la idea de los ciclos históricos, y esta negativa autoriza la celebración, y puesto que la celebración de momentos de la historia sólo tendría razón de ser en una visión lineal e irrepetible de lo sucedido, y dado que en breve “celebraremos” el bicentenario; la conclusión de dos periodos de igual duración: una centuria y su décima: 2010 y con ello las referencias a 1810 y 1910 —fechas que para servicio de los apocalípticos y demás adeptos al esoterismo encierran en su orden cronológico los valores numerológicos de 1, 2 y 3, lo que podría implicar el significado de un orden progresivo de una serie de momentos determinantes, con cualquier contenido—, surgen las preguntas: ¿Qué se celebra? ¿Por qué se celebra? ¿Quiénes celebran? El entorno en que nacen las respuestas está constituido por el impulso estatal. Después de todo, no es difícil aceptar la opinión de quienes predican que celebrar no es cosa de pasados, sino de acciones presentes. No celebran las sombras del recuerdo, sino los actores de la escena actual. Así, el festejo no tiene qué ver con la historia, en sentido estricto, sino con una decisión política de hoy. Se recuerda con afanes festivos desde la palestra gubernamental, y a partir de los actos protocolarios públicos, aparece el empuje de toda clase de manifestaciones privadas. Este panorama autoriza la posición de que celebran los individuos que encabezan las celebraciones, celebran lo que es conveniente celebrar y con el fin de combatir el olvido o lo que es lo mismo traer las pantallas del pasado a través de la mejor tecnología de reconstrucción de la memoria, mejor en un sentido de utilidad para el propósito de consolidar la situación presente que posibilita y exige, como una autorreferencia obligada, el mismo festejo. La moral pública, oficial, demanda recordar y tener presentes ahora los acontecimientos de hace doscientos años y los ocurridos hace cien, exhibir en el escenario nacional las revoluciones de aquellos momentos a los que se debe la situación actual.

La palabra de celebración denota significados festivos. La fiesta, a su vez, reunión feliz, y con ello regocijo, júbilo y alegría. Entonces, la celebración del bicentenario del inicio de la revolución de independencia y el centenario del inicio de la llamada primera revolución social del siglo XX deben ser motivos de satisfacción social incuestionable. ¿En realidad la ocasión se presenta así? Con los intentos de solución a este planteamiento ingresamos al terreno de lo inasible, los conceptos absolutos, los universales. Pero debemos matizar. Como la felicidad del criollo liberal independentista no pudo ser la misma que la del peninsular realista resentido contra la invasión francesa en tierra ibérica, ni tampoco igual a la felicidad de los mestizos, cambujos, lobos o coyotes —según la tradicional clasificación de castas de la época colonial—, tampoco puede existir en nuestros días la misma felicidad entre la clase gobernante a nivel federal y la felicidad de los clanes adueñados del poder político en niveles de gobierno local con otra filiación política; dicha que tampoco puede ser compartida por los agentes económicos, factores reales de poder activos del presente, ni por los millones de individuos depauperados sin esperanza y fuera del tiempo, ausentes del porvenir y sin referencia al pasado debido a la inmovilidad del estatus de miseria que siempre han vivido. Este conglomerado de intereses diferentes y hasta contrapuestos no puede celebrar los mismos acontecimientos bajo una mirada única; y es precisamente esta diferencia la que desune y no como la costumbre verbal dicta —no sin cierto aire ideológico impregnado de la máxima gatopardista: hay que cambiar todo para que nada cambie— la que “enriquece”.

Después de todo, la visión del festejo desde diferentes ángulos en una misma sociedad sirve de buen pretexto para resaltar la comunidad que nos separa y con ello evidenciar que no existe homogeneidad en el agregado poblacional de la nación por más que se tenga una liturgia civil y un martirologio de santos nacionales muy a pesar de los iconoclastas defensores de la “objetividad” histórica. Sería un lugar demasiado común suscribir la opinión de que el legado político y jurídico de la revolución de independencia de principios del siglo XIX y de la revolución social de principios del siglo XX en México fue amasó una hacienda cuyo caudal dio suficiente para edificar dos modelos de nación, dos formas de concebir la res pública, dos perfiles de nación enfrentados a modo pendular cuya oposición permanece hasta nuestros días: los insurgentes y los realistas; los centralistas y los federalistas, los liberales y conservadores; los antirreeleccionistas y los partidarios de la dictadura; el poder oficial y la oposición, y más allá de la mitad del siglo XX, las derechas y las izquierdas, hasta llegar a la noche del seis de julio de 2006 con porcentajes en la elección presidencial de 35.72% y 35.47% para cada uno de los dos candidatos punteros. No, en nuestro país, a diferencia de la Madre Patria, donde se ha dicho que a partir del reinado de José I, hermano del eminente corso, nacieron “las dos Españas” que subsisten hasta ahora: una nación dividida por encuentros fratricidas: la España católica y autoritaria, contra la liberal y laica, que permutó en los dos bandos de su guerra civil y continuó su trayectoria después de la muerte del Generalísimo, con el bipartidismo: PP-PSOE; no es nuestro caso, no tenemos una marcada diferencia dual semejante aunque existan esfuerzos por presentar la realidad pretérita bajo esta fórmula.

“En México hay muchos Méxicos” suelen decir con tino pero sin razón de por medio nuestros políticos contemporáneos. Quizás el origen colonial de esta tierra sembró la semilla de la pluralidad divisoria, aunque sólo pudo dar frutos en una tierra fertilizada con el humus de las relaciones existentes entre los señores indígenas y los pueblos sojuzgados; naturales vinculados mediante nexos de fácil asimilación a la relación señor-vasallo tan conocida para los conquistadores europeos —al menos para su elite dirigente—. El problema de raíz para descubrir la identidad compartida que la historia oficial pretende imponer y mantener a través de las instituciones jurídico-políticos vigentes que se anuncian como el resultado de la marcha de procesos históricos sucesivos cuyos hitos son los movimientos de 1810 y 1910 se ambienta en un escenario que desborda el encuentro de razas o culturas. Tal vez en estas tierras más que en ningún otro lugar del orbe la relación dialéctica del amo y el esclavo se engendró en relación con las personas y sus descendientes que con sujetos colocados por circunstancias históricas en las posiciones adecuadas de control y subordinación. La diferencia acusada en la composición étnica que de origen tiene esta nación no sería problema para que fuéramos todos al festejo —en caso de existir motivo suficiente para ello— del centenario simple y el centenario doble si no se hubieran delineado desde el principio las relaciones sociales, seguidas de sus derivados en materia de roles políticos, privilegios y penurias, sobre esta misma base social jerarquizada por los colores de la piel de los individuos.

En cualquier país, la experiencia de sus años pretéritos próximos y remotos, se advierte la existencia de mezclas entre conquistadores y vencidos; el mestizaje no fue exclusivo de las Indias o del virreinato de la Nueva España, pero sí las circunstancias de fractura y sus consecuencias que vivimos en el presente a más de cuatrocientos años de distancia en nuestro país. Basta recordar que a finales del siglo XVI el virrey saliente de la Nueva España advertía a su sucesor de la ingobernabilidad ocasionada por los mulatos libres, siguiente generación de la mezcla que tan perniciosa fue juzgada por voces peninsulares. Entrada la época independiente, y plena explosión de las convulsiones políticas del siglo XIX, la pluma acertada de Don Lucas Alamán llamó a conservar la religión católica, “único lazo de unión entre los mexicanos”, palabras de un conservador que suscribieron años atrás personajes de la mayor insignia en la historia oficial. López Rayón, en sus Elementos Constitucionales y Don José María Morelos, en sus Sentimientos de la Nación, propugnaron la intolerancia religiosa a favor del credo católico. He aquí una premisa: la religión — y tal vez la tierra— son acaso los únicos elementos de identidad que compartimos los nacidos en este país de ayer y hoy, comunidad que la historia redactada por los oficiantes del poder se antoja aderezada en exceso con múltiples ingredientes anecdóticos a fin de obtener un festín histórico harto exigente para digerir. Se nos muestran elementos comunes ficticios a fin de soterrar las insalvables diferencias que han marcado la pauta de la construcción nacional y todo con el propósito de evitar el desprendimiento de los miembros de un cuerpo cansado y maltrecho.

En su desarrollo como nación independiente y en particular a partir de sus dos episodios históricos relevantes, La independencia y La Revolución, este país ha dado sobradas muestras de las enseñanzas de Carlyle: “los grandes hombres, los héroes, hacen la historia”. Cierto, la masa ha desempeñado papeles importantes, pero la ausencia de rostro es el primer obstáculo para el retratista, y un escultor no podría dar forma a la impersonalidad donde caben todos y ninguno. Por ello se ha prescindido de las muertes anónimas y se ha generado la apariencia prevaleciente de las opiniones que anhelan y luego —víctimas de sus deseos— decaen en una “observación” que encuentra el dualismo político que ignora las diferencias inobjetables. Nuestras instituciones han funcionado así. La vivencia personal de la nación mexicana, dicen los historiadores, ha tenido ese bifrontismo y hemos funcionado con esta fórmula de interpretación de los hechos por generaciones. La aguda desigualdad de clases fue observada desde principios del siglo XIX por los ojos despiertos e imparciales del sabio Von Humboldt, quien describió en estas tierras un país puntero en riqueza y miseria.

En efecto, con la repetitividad de cualquier fenómeno histórico, la senda seguida por los hombres que han habitado esta zona geográfica muestra su aportación a la extracción del principio relativo a que la fuerza, el poder y no la razón, asidero de la verdad, es la creadora de la ley. Y puesto que la ley diseña la historia, entendida la ley como una expresión normativa, y la norma como reducción de opciones de comportamiento, la actividad humana de recordar, pensar y expresar también está regida por la ley. La historia se encuentra sometida a los pronunciamientos de la ley, con lo cual está sometida a la labor del legislador. Así nace la historia oficial. La historia en tanto ejercicio contra el olvido aparece cuando es pronunciada, cuando se decide que vale la pena recordar algo y abandonar al universo del desinterés el resto. Pero se recuerda por decreto y éste se emite por preferencia y oportunidad. ¿Por qué tenemos ciertas imágenes en el altar de la patria, por qué no tenemos otras? Por la sencilla razón de que se ha legislado sobre esa materia. Sí, se legisla porque los actos de gobierno, como actos concretos de la autoridad política, fijan en el tiempo situaciones jurídicas específicas, y las decisiones de la política sobre educación y cultura crean escenas perennes particulares —verificación que no necesita acudir al análisis de leyes sobre el derecho positivo que regula los usos de los símbolos patrios y delitos e infracciones que se han tipificado a partir de su agravio—. Se insertan escenas y personajes en la bitácora nacional por decreto. Una vez más se muestra la constante. El poder y no la razón hacen las leyes, y dentro de éstas, las leyes para recordar y celebrar. Es curioso que en el sistema totalitario ofertado por Orwell, la distopía 1984, la manipulación del lenguaje y de la historia sean las piezas centrales del engranaje estatal en la conducción política de la sociedad dirigida por el Gran Hermano.

Algunos casos paradigmáticos de esta manipulación: durante la época independiente, en la defensa del castillo, una de las gestas “heroicas” de la extensa serie de fracasos nacionales, sobresale y sobrevive un héroe ignorado, relegado de las páginas de la historia patria por militar posteriormente con los enemigos de los liberales vencedores: ¿quién rinde honores al niño héroe y otrora Presidente de la República General Miramón? ¿Por qué no se homenajea al héroe denodado de la defensa de Puebla, a la postre gobernante del progreso? ¿Habrá quien excluya al General Díaz de la lista negra de los villanos nacionales? ¿Tenemos noticia suficiente sobre el significado de la traición del tratado Mc-Lane-Ocampo auspiciado por el “héroe” Juárez? Tratado que por fortuna no entró en vigencia ante la falta de ratificación del senado norteamericano y cuyos preparativos no obstante permitieron a las fuerzas juaristas obtener treinta monedas para acabar con tropas del Presidente Miramón. Sucesos como éste que son abundantes en la historia patria permiten postular que el principio de que la autoridad y no la razón es la creadora de la ley se cristalizó con mérito en este país. Los principios no surgen de la especulación sobre presencias abstractas, se basan en la generalización empírica, y México, su historia, sin duda ha contribuido puntualmente con este procedimiento. Pero comenzar una disertación sobre los ejemplos que ilustran este pronunciamiento sólo nos conduciría a un nuevo lugar común.

Dado que sin la fuerza de los cañones los discursos son estériles, los vencedores de las gestas de la Independencia y la Revolución impusieron sus leyes y su historia. Pero si nos vemos forzados a buscar un legado particular en estos movimientos y particularmente en el primero de ellos creo que encontramos la asunción del paradigma político que partió la historia de occidente: el ideal democráctico, engendro del liberalismo, como el legado fundamental.
Las asonadas que llevaron el estandarte de la soberanía popular como alférez en 1810 y 1910 permitieron que se encuentren insertos en la “Constitución del 17” los artículos 39, 40, 41 y 49. Con su incorporación en la “ley fundamental”, ¿podría alguien cuestionar la veracidad del aserto en el Estado mexicano existe la organización política basada en la idea de la democracia? ¿No existe acaso la prescripción normativa suficiente?

No hay que ignorar que en el artículo 3, fracción II, inciso a), de la Constitución vigente se establece con claridad que en México la democracia se debe entender como una estructura jurídica y un régimen político, pero también como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo. ¿No está expresado claramente así en la norma fundamental qué es la democracia para los mexicanos y derivar a partir de ello que, efectivamente, existe democracia en México por virtud de un largo proceso histórico que tiene como antecedentes directos la revolución de independencia y la revolución social de principios del siglo XX? Sostengo que no nos basta. Para responder a esta pregunta no debemos examinar discursos o derroteros históricos, sino mirar de frente a los hechos; verificar si los mismos propósitos de los impulsores de los movimientos fundantes de nuestro pasado a la postre edificadores de nuestro presente existen o no en los hechos, si es parte de nuestro entorno cotidiano o sólo tenemos las arenas de formas legales vacías disueltas constantemente por la marea de la realidad social. ¿Cómo verificar esta aserción? Como cualquier enunciado que exija verificación. Debe acudirse a la facticidad. Valga la utilidad de los exámenes de carácter empírico: consultar al oráculo de la eficacia.
La democracia como un régimen político dotado de una estructura jurídica, pero también un sistema de vida peculiar, aquel que se basa en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo fue expresado por igual en los congresos constituyentes de Chilpancingo, el de los liberales de 1857 y en los vencedores de la guerra revolucionaria que vacío su ideario en Querétaro a principios del siglo XX. La adopción de la democracia es sin duda el bien de mayor valor dentro del patrimonio heredado de los ancestros revolucionarios, luego, conviene indagar qué es en realidad la democracia en general y cómo puede distinguirse de otros regímenes políticos con estructura jurídica que significan a la vez un sistema de vida orientado hacia la consecución de los mismos objetivos, a saber, la monarquía española de la colonia predestinada en una labor apostólica de extensión de la comunidad de vida basada en el evangelio o la dictadura positivista del amor, orden y progreso del General Díaz; finalmente, acudir a nuestra realidad mexicana de principios del siglo XXI, esto es, a cien años de distancia.

Para este propósito considero necesario revisar un poco del origen de la palabra democracia, a pesar de que Sartori y los que le siguen se irriten y menosprecien la importancia de la etimología del vocablo. Después de todo, el mismo autor inicia su discurso sobre qué es la democracia con el origen de esta palabra.

En las voces griegas, que de seguro leyeron por igual el cura Hidalgo o el licenciado Primo de Verdad, dhmosς (demos) y kratoς (kratos), están los significados de pueblo y poder o autoridad, respectivamente, de lo que se deriva la noción: “el poder del pueblo”. Así la democracia es el gobierno del pueblo. Pero no debemos ignorar el contexto de producción de este significado, el uso de esta palabra en el momento en que surgió o al menos en el periodo en que se reflexionó sobre su connotación. Para ello nos servimos de un referente obligado —de ninguna manera ignorado por la dirigencia insurgente independentista o por las glorias de los letrados asesores de la revolución, incluidos aquellos que también fueron artilleros brillantes—. Aristóteles nos informó en la Política que la democracia es junto con la tiranía y la oligarquía una de las tres formas negativas de gobierno, en oposición de las tres formas virtuosas: monarquía, aristocracia y timocracia. En aquel horizonte político, el pueblo, entendido como una mayoría de individuos dentro de la comunidad, se integra en un conjunto cuya regla de inclusión es el hombre libre, de tal suerte que aquel individuo que carece de esta cualidad, el esclavo, no puede asimilarse al elemento pueblo; y dado que quizás los esclavos pudieran llegar a ser mayoría en términos de población, un gobierno dirigido por esclavos es inconcebible. Entonces, en principio, la democracia no resulta del todo incompatible como la esclavitud, ni tampoco con la mayoría puramente numérica en términos de población. Empero, las voces libertarias que pugnaron en 1810 y los años siguientes desatendieron esta relación, asaz motivo para desterrar las virtudes coloridas que en la actualidad se quiere impregnar en la muy desteñida tela en que se borda la imagen de la democracia, entendida como soberanía popular y gobierno del pueblo y estas ideas como producto de la gesta revolucionaria de la Independencia y la Revolución.

Vale recordar que, en cambio, este alejamiento del sentido originario de la democracia no delineó justamente los ideales revolucionarios de la Francia regicida de finales del siglo XVIII, donde con mayor propiedad se reclamó la soberanía para la volonté générale, para la Nación, que no para el pueblo, entendido como una mayoría numérica, la gran masa de desposeídos lanzados a las barricadas. ¿Los caudillos de la independencia mexicana habrán considerado lo mismo con respecto a la masa que acometió la célebre alhóndiga y ocasionó destrozos ante los ruegos impotentes del “Padre de la Patria” o la tropa animosa que se unió a la bola cien años después? La Nación de la que hablaron los liberales de la Ilustración francesa se componía de los nuevos individuos poderosos, usureros y mercachifles que ganaron presencia en la sociedad por su actividad económica: siguiente paso, la notoriedad política, la ansiedad de regir los destinos y dirección de la vida de su comunidad a fin de conservar y acrecentar su amorío crematístico. Esta nueva clase pujante, desprovista de respaldo en alguna tradición nobiliaria o linaje aristocrático, y codiciosa de poder, se lanzó a la tarea de arrebatarlo a su legítimo poseedor hasta ese momento, el monarca absoluto. Encontraron en los discursos de que ofrecieron los philosophes una estrategia legitimadora, pero nunca prescindieron del acero y la pólvora —que como cualquier bien se obtiene con dinero—. De tal suerte que su instrumento fue el mismo que tantas clases han utilizado a lo largo de la historia y que seguirá usándose por principio para asumir una posición de poder, la fuerza física. Resultado: las cabezas reales rodaron —y meses después también la de prominentes miembros del celebérrimo Comité de Salud Pública, cancerbero de la revuelta y del que tenemos un antecedentes en esta tierra cuando facciones del bando liberal liderado por Juárez venció al partido que llamó reaccionario y decidió exterminar a sus enemigos conservadores—, y apoyados en la idea de los sacerdotes de la nueva religión civil, la voluntad general se constituyó en asamblea generadora de un nuevo ente político, ¿pero destinado a beneficiar o siquiera proteger en una cuota mínima de supervivencia social a las masas, que son desde luego la mayoría numérica en términos de población? ¿Participaron acaso los millares de individuos miserables que asaltaron la famosa prisión en Francia y en México en el acto constitutivo de “la Nación”, aquellos que siguieron la proclama del hombre del estandarte guadalupano o el evangelio agrarista del mérito de la propiedad de la tierra por virtud del trabajo en el sur de este país? Este enjambre de hombres enardecidos cada uno por sus causas individuales era sin duda mayoría. ¿Asumieron el poder? ¿Se fundó en la extinta Nueva España como en la Francia heredera de la cultura ilustrada un Estado democrático?

Otro evento legendario de las contiendas por la democracia, paralelo a nuestro movimiento armado emblemático y del que se conmemorarán doscientos años, nos debe guiar para encontrar pistas que desvelen el significado del mayor bien heredado: la democracia. Me refiero a la revolución de las colonias norteamericanas. ¿En aquel momento se fundó un Estado guiado por los pilares doctrinarios del ideal democrático y se concretó en los hechos? ¿Esa rebelión de contribuyentes y buscadores de un dios personal en una nueva tierra prometida, libre del yugo romano, anglicano y otras desviaciones de la fe, levantó de la tierra un Estado regido por la democracia? ¿Se logró el gobierno de la mayoría, del pueblo, puesto que el pueblo es mayoría? Muchos años después, en el campo de batalla de Gettysbury, Pennsylvania, durante la guerra contra los Estados confederados, el Presidente Lincoln, pronunció la sentencia terrible, —posterior catalizador de demagogias y entronización de charlatanes en la tierra al sur del río Colorado—; la derrota del General Lee, permitió al adalid de las tropas yanquis afirmar que ganó para su nación, bajo la protección de dios, el nacimiento de una era de libertad y del “…government of the people, by the people, for the people…”. El lema favorito de los comerciantes de democracias, el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, permite encubrir, a partir de una lectura sesgada del histórico discurso, que este pueblo es el vencedor y, según la propia declaración de su dirigente, el que se alineó —conforme a una mentalidad alineada narcisista— de lado de la voluntad divina, que debe su gracia y legitimidad al pueblo creyente del buen dios. ¿Cuántos discursos de nuestros políticos se hacen con este nefasto apotegma y a la par se invoca a los héroes programáticos del ideal democrático?

Posteriormente, otro personaje necesario en la historia del delineamiento conceptual de la democracia, Thomas Jefferson, precisó que por “pueblo” debe entenderse “todo el pueblo” e invocó el principio de la Lex majoris partis, la ley de la mayoría. Sin embargo, en contrapartida a este dogma político, un brillante teórico, visionario del constitucionalismo europeo continental del siglo XIX, y acallado por encontrarse próximo a los estados que a la postre formarían el bando esclavista de los sureños, John C. Calhoun, había presentado en un discurso más contundente sobre el mismo ideal —del que los partidarios de la democracia quieren apropiarse para obtener legitimidad en la dirección unívoca en una sociedad a partir de la decisión de la mayoría—, el principio de la mayoría concurrente. Expuso que el error fundamental del principio de mayoría, base de los postulados de la democracia enarbolado por la Unión, era suponer que el gobierno de la mayoría absoluta es un gobierno del pueblo, cuando en realidad es el gobierno de los intereses más potentes, y si no se controla, el más tiránico y opresor que pueda imaginarse. ¿No se presentó así la consumación independentista trigarante de los jefes insurgentes reducidos a guerrilleros y los generales realistas impulsados por oportunistas adversos a la rehabilitación de la constitución gaditana? ¿Acaso por esto Don Andrés Soto y Gama, pilar intelectual del agrarismo zapatista, abjuró muchos años después del lábaro tricolor al recordar su origen reaccionario durante la Soberana Convención Revolucionaria de Aguascalientes?

Gracias a la crítica de Calhoun se nos permite afirmar que el gobierno inspirado en el principio utilitarista del “bien más grande para el mayo número posible” resulta el más injusto y pernicioso, ya que cien hombres no tienen derecho para gobernar a noventa y nueve o a un número menor si con ello se favorece a esos cien en detrimento de la minoría; de ahí que el principio deba reformularse en el mayor bien para todos, sin injuriar a nadie. Es posible que por esta misma razón muchísimos siglos antes el maestro de Estagira pareció favorecer en contra de la democracia una forma de gobierno mixta, pues advertía en ella el germen de los vicios de la venganza desmedida, el peligro de que el gobierno en manos de los no aristócratas comenzaría la expropiación rabiosa de sus bienes con mero afán revanchista e insensato, tal como aconteció en la toma de Celaya y Guanajuato por las huestes del cura Hidalgo.
En el siglo XX, en la cuna de la filosofía más impresionante desde la que desarrollara la Grecia de la antigüedad, el maestro C. Schmitt denunció los excesos del régimen parlamentario, columna vertebral de la democracia según se ha presentado ésta como un producto de la doctrina política del liberalismo, inspiradora de nuestros insurgentes independentistas, aunque como parte de su plan expositivo seccionó con talento de cirujano la democracia y el liberalismo. Este profesor puso la mano en la herida. Señaló que como forma de gobierno el parlamentarismo, que se edifica, por principio, a partir de mayorías, tiene de suyo el defecto de la inestabilidad de los gobiernos y el constante vasallaje hacia el parlamento, por lo que o bien conduce al gobierno del parlamento o implica la imposibilidad de gobernar, lo que conlleva contradicción en el principio de división de poderes, que el parlamentarismo como régimen nacido del ideario liberal debería respetar. Y si conectamos estas ideas con las esbozadas previamente, tenemos que en el parlamento, la representación mayoritaria, defenderá sus intereses frente a la minoría que debe someterse a sus mandatos; y en términos de población actual, ¿lo que dictan los representantes de cincuenta millones debe ser obedecido por cuarenta y nueve millones? ¿Y qué pasa cuando se considera que la voluntad general que se expresa soberanamente en un órgano legislativo sólo es la mayoría que se forma a partir de los electores que el día de la elección se presentaron despistados a decidir quién sería su representante, aderezado con el hecho de que esa mayoría es sólo la empadronada y que ésta, a su vez, es una simple minoría de la población con capacidad legal en general? Los eslabones de la cadena de representatividad se nos antojan cada vez más frágiles.
Al margen de las críticas apuntadas muy brevemente al régimen democrático, producto que se erige como el legado más importante del movimiento independentista y después del revolucionario, vale retomar la interrogante inicial. Si entendemos por democracia el régimen político dotado de estructura jurídica donde gobierna la mayoría, el rasgo esencial está dado en el concepto de “mayoría” y no en el concepto “pueblo”, —término por lo demás carente de consistencia conceptual y, desde luego, no susceptible de experimentación—. Además, descartó la idea de detenernos en el tema relativo a que este régimen político para adquirir identidad deba responder a los valores o principios de constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo, porque los gobiernos de los príncipes decimonónicos y las dictaduras de todos los tiempos y profesiones de fe política, incluidas las que presumieron de contar con economías libres, mixtas o centralmente planificadas, también han invocado estos propósitos para sustentar su existencia; en otras palabras, la orientación a fines no dice nada singular y propio del régimen democrático por definición.

Hoy como hace cien años y los cien años que le anteceden nuestros órganos legislativos están integrados por individuos que no tienen más representación que la del líder partidista que los colocó en las listas plurinominales o bien que impulsó o al menos no se opuso a que presentara su candidatura, hiciera su campaña y lograra convencer al electorado (aquella minoría minúscula —valga la expresión— que por necesidades ordinarias de identificación obtuvieron su credencial de elector y tuvieron la ocurrencia de asistir a las urnas el día de la votación). Basta recordar la extracción de los diputados mexicanos enviados a las Cortes Generales que se instalaron como congreso constituyente en España en 1810, o los asistentes a la declaración de independencia de la “América Septentrional” como la llamó el Siervo de la Nación —único documento que es un producto auténtico del movimiento revolucionario, fruto de un congreso itinerante y redactado entre tintas y cañones—, y a los congresistas de las facciones triunfantes reunidos en el Teatro de la República queretano en 1917.
Los procesos de formación de ideas con forma jurídica han sido desde siempre, en el seno de las discusiones parlamentarias, decisiones que se toman en la medida en que se aseguran los votos que aquellos individuos ungidos por el poder que posibilitó su presencia en los escaños, y sólo bajo el principio de intercambio do ut des. Así se comercia con las iniciativas, se votan por la conveniencia de apoyar una u otra, incluso de supuestos adversarios políticos y contrarias a los postulados fundamentales del partido político en cuestión, y una vez “cabildeada” —así se dice en el argot parlamentario venido a menos— la propuesta, se declara la voluntad; luego, lo que pronuncien estos dueños temporales de la soberanía popular será ley, regla de conducta, obligaciones para todos los demás. Pero resulta que todos los demás están fuera del recinto legislativo, no participan, no intervienen en la consulta o en la discusión de las leyes. A nadie convence la ficción de la representatividad, brazo ideológico de la democracia, herencia real de los movimientos que iniciaron en 1810 y en 1910. Destacar la crisis de la representación en la democracia del mundo contemporáneo no es novedoso pero no por ello es falso o menos importante. Es el punto de partida y de arribo, puesto que jamás ha existido tal representatividad. ¿Por qué noventa y nueve deben obedecer lo que dicen cien cuando lo que deciden es para beneficio propio y en perjuicio de los noventa y nueve? Por la sencilla razón de que esos cien tienen la fuerza suficiente para aplicar las sanciones en caso de desacato. Pero entonces, con esta revelación del todo superficial pero sobresaliente por sus consecuencias, el eje de la tierra política se desplaza, el quid no es un tema numérico o de mayorías, es una cuestión de poder. La obediencia hacia la mayoría se explica si se parte de la premisa de que la mayoría tiene más fuerza, ¿pero en realidad la tiene? Diez pueden ser más fuertes que noventa en una comunidad de cien y por ello mandar a los diez. No son mayoría, sin embargo, tienen la fuerza suficiente para ordenar y hacerse obedecer con la aplicación e incluso simple amenaza de castigo. Lo mismo sucede hoy en día con nuestros órganos legislativos, columna vertebral de la democracia, donde gobierna la mayoría (allí representada que, por supuesto, no es el pueblo, concepto por demás inasible) y lo hace a mucha distancia de argumentos racionales, puesto que nada garantiza que once opinen mejor que nueve en una comunidad de veinte, e incluso que uno solo tenga al menos una mejor razón que diecinueve —recordar el caso de Galileo, entre muchos otros—, y con mayor razón, si lo que se discute no es la conveniencia o prudencia de la iniciativa, sino su aceptación como moneda de cambio. A final de cuentas, la quiebra de la democracia desde el que debería ser su bastión más sólido, la discusión en una asamblea, congreso u órgano legislativo, se revela todos los días. En las cámaras gobierna el poder y no la razón. Desde hace muchos siglos un jurista romano y por extraño que parezca seguidos de la filosofía helenista de su tiempo, Alfenio Prisco, encomiado por Plutarco, afirmó una premisa dorada para la ciencia jurídica y política: autoritas non veritas facit legem, y la constatación de este principio es la experiencia rescatable de los movimientos hermanados en el festejo del bicentenario a celebrarse en 2010. En contra de la afirmación multitudinaria de los seguidores de la fe en la democracia, en la realidad mexicana, en nuestros días como hace cien y como hace doscientos años, importa esencialmente el poder, y no la verdad ni la justicia, supuestos valores ensalzados por el Estado liberal surgido de las pugnas por la democracia y especialmente de la revolución de independencia. Nadie que quiera asumir una postura racional, a reserva de pasar por embustero, podría negarse a aceptar esta tesis.

Amor y derecho

Se quedó en el tintero de las exposiciones en clase el tema amor y derecho. Emprendo una aproximación. Entiendo que para relacionar objetos primero hay que identificarlos. Derecho es, ne longus sim, el conjunto de normas —desde hace varios años, maravillado por el caos, abandoné ‘sistema’ y preferí el simple ‘conjunto’— que regulan la conducta humana en forma obligatoria dictadas por una autoridad política; en tanto que amor es… comienza el problema. Solución inmediata, el diccionario, y qué mejor que el del célebre The Devyl’s dictionary de A. Bierce —debo reconocer que en una versión castellana a falta del texto en idioma original— Esta obra nos provee de dos definiciones. Ambas reconocen al amor la categoría gramatical de sustantivo. La primera de ellas: ‘La locura de creer demasiado en otro antes de conocer algo de uno mismo’; la segunda: ‘Demencia temporal curable por el casamiento, o por el alejamiento del enfermo de las influencias bajo las que incurrió en el trastorno. Esta enfermedad, del mismo modo que las caries y muchos otros achaques, sólo prevalece entre los pueblos civilizados que viven en condiciones artificiales: las naciones bárbaras, que respiran aire puro y comen alimentos naturales, son inmunes a sus ataques. A veces el amor resulta fatal, pero lo es más para el médico que para el paciente.’. Ahora, un clásico. Ovidio en su Ars Amandi o el Arte de amar no diserta sobre la sustancia o naturaleza del amor, proporciona una guía invaluable, un método, recetario para lograr los efectos que produce la posesión y control de la persona amada y remedios para deshacerse de los efectos nocivos en caso de que la conquista no sea exitosa. Por tanto, sostengo a partir del manual del bardo latino que puede considerarse válidamente al amor un padecimiento. En verdad el amor se presenta como una enfermedad si leemos los siguientes versos del poeta —en una versión literalmente prosaica— hacia el final del canto primero: ‘El amante ha de estar pálido; es el color que publica sus zozobras… Que la demacración manifieste las angustias que sufres, y no repares en cubrir con el velo de los enfermos tus hermosos cabellos.’.

En fin, para no seguir con las citas de la abundante literatura sobre el tema, que creo se debe iniciar con los diálogos Timeo o Fedro de Platón, donde grosso modo presenta al amor como una afección de dos potencias: apetito y razón, y la clasificación de los objetos amatorios de Aristóteles en su Ética para Nicómaco, que comprende el amor por lo provechoso, lo placentero y lo honesto, y que tanta influencia tuvo durante la Edad Media, hasta el parteaguas de la poesía provenzal del género del amor cortés, para efectos de estas líneas consideremos al amor como un padecimiento, una enfermedad más —respaldo esta decisión con el recuerdo de los saltos, piruetas y demás las locuras que despojado de sus ropas Don Quijote realiza de forma voluntaria en la Sierra Morena a fin de que Sancho dé cuenta de sus desvaríos a su amada Dulcinea y ésta pueda tener testimonio del amor del caballero andante— y luego relacionémoslo con el Derecho. Si el derecho prescribe conductas, y si se le exige a éste un mínimo de racionalidad, sería sensato que prescribiera, a través de obligaciones, prohibiciones o permisiones, aquellas que rechacen la enfermedad. Luego, decididamente obligar al amor, prohibirlo e incluso permitirlo. ¿Sería factual, realizable? Recuerdo que en alguna ocasión, en torno a la discusión sobre la legislación local que buscaba —y finalmente logró para desagrado de muchos de nosotros— prohibir que se fumara en espacios públicos cerrados, un asambleísta opositor a dicha medida tomó la palabra y en su oratoria desesperada lanzó con voz potente un reclamo que reconstruido de mi memoria decía aproximadamente: ‘sí, fumar genera enfermedad, ¡pero también tenemos derecho a la enfermedad! Retomemos las palabras de este gran defensor de la enfermedad y exijamos a nuestros representantes el establecimiento de la norma que al obligar genere el derecho a enfermarnos de amor, y quizás a obligar en particular a aquellas mujeres negadoras de sus amores a proporcionarlo —y tal vez, en algunos casos de excepción que se deberían discutir, a los varones renuentes.

EL DIEZ. Final.

Maradona salió al minuto 75. Dejó el marcador a favor de su selección 2-0. Pero los alemanes son los alemanes; llevaron el partido a tiempo extra y en la serie de los penales, como siempre, siguieron siendo infalibles. Maradona entrenó muy duro para el siguiente mundial, bajó de peso, pero delgado no era el mismo, no tenía ese encanto, no fue seleccionado.

P.S. Este historia se escribió con motivo del mundial de 2006. Tendré que escribir una para el mundial sudafricano, tal vez encuentros en la jungla entre humanos y animales.

EL DIEZ. Cuento empacado y recién abierto con motivo de la próxima justa mundialista.

La multitud aplaudió sin cesar. Las palmas y los gritos de esa tarde superaron los vítores de aquel mediodía en que “la celeste” ganó el anhelado trofeo en su país. No era para menos. Después de más de catorce años su más preciada joya reaparecía en la cancha para enfrentar un partido decisivo. Sí, el Diego se presentaba con su selección para jugar los cuartos de final del campeonato mundial de fútbol. El reposo prolongado del astro argentino no había mermado sus condiciones de mortífero creador de ocasiones de gol y la oncena sudamericana urgía de un jugador con esas características para el partido del día de hoy. Esta breve y poco convincente explicación dio el entrenador del equipo a la prensa nacional y extranjera. Luego del anuncio, la polémica entre los comentaristas y los aficionados fue ardiente. Nunca en la historia de las copas del mundo un jugador en el retiro había regresado a participar en un encuentro como lo haría esta tarde el legendario pibe de La Boca. La Insólita decisión del técnico argentino paralizó las imprentas de los diarios y abarrotó la Sala de los reporteros. Incluso esa noche las comunicaciones electrónicas privilegiaron esta noticia frente a la invasión de Irán de parte de los Estados Unidos de América. Resultaba increíble pero sí, después de mucho insistir, los hinchas de la Argentina habían conseguido lo imposible. Gracias a sus cartas, manifestaciones y marchas en las plazas públicas y avenidas de las principales ciudades de este país lograron que se seleccionador incluyera a Maradona en la alineación que se mediría con el equipo alemán. Muchos alegaban que su mayúsculo sobrepeso era la principal razón para descartar el disparate de ponerlo a jugar un encuentro tan importante. Sin embargo, las primeras muestras de sus genialidades fueron suficientes para callar a los envidiosos y malintencionados. “La perfecta redondez del diez”, “La danza del astro sobre la tierra”, “la venerable gordura del Pelusa” y otras semejantes, eran las frases que le obsequiaron los cronistas y narradores, y es que el Diego maravilló una vez más a propios y extraños. Los niños y jóvenes tuvieron la oportunidad de conocer su arte y los mayores, de revivir los gratos recuerdos de las hazañas deportivas de este “Monstruo” como otros los llamaron. La primera demostración de su poder fue al minuto seis del primer tiempo. Detrás del medio campo tomó la pelota a pase de Heinze. Libró con agilidad sorprendente a los dos contenciones alemanes que se le acercaron. Pudo escapar entre ambos con trabajosos movimientos de sus cortas pero enormes y poderosas piernas. Esos trozos de carne que parecerían los restos de troncos recién cortados serían otra vez las piernas de un Aquiles pies ligeros artífice del enorme gol contra Inglaterra en el ochenta y seis. Maradona avanzó con decisión. Sus movimientos fueron al principio violentos, como de elefante en plena estampida. A cada paso el jugoso abdomen temblaba como anunciando un estallido de poder. Pero cuando se libró de los rivales, con la maestría que tiene la escurridiza nutria en los charcos, la zurda del Diego llevó el balón desde la media cancha hasta la portería contraria. La pelota no entró por una afortunada intervención del arquero Kahn. Este tiro enloqueció a la multitud. Los aficionados más graves limpiaron sus barbas a jalones; algunas mujeres al borde de la histeria no dudaron en desnudarse por la emoción, y se supo de al menos uno que salió a los pasillos a gritar desesperado lamentándose que su ídolo no hubiera convertido ese gol y se arrojó al vacío de la Göethestrasse. La segunda jugada que silenció a los detractores se presentó durante la secuencia de un tiro de esquina a los diez minutos. El balón vino como del cielo a la panza de Maradona, quien lo recibió con el apapacho de un gracioso y mullido sofá que impidió su bote; al caer quedó sobre su empeine izquierdo, y como su lo tuviera adherido al pie, el número diez avanzó con el balón y certera velocidad hacia el área chica. A brincos, con la esférica alternando sobre las puntas de sus pies, libró las piernas opositoras y justo al llegar frente al portero alemán, que salió para detener a esa magnífica mole, lanzó un fuerte golpe al balón que chocó con estrépito en el pecho del germano. El rebote elevó el balón cerca de dos metros y el genio se elevó con mucho esfuerzo pero logró levantar su gruesa humanidad a la altura del codiciado objeto. Allí, como ardilla voladora, se suspendió en forma paralela al balón y lo conectó con un poderoso remate con los talones. El balón ingresó a las redes de la portería alemana y los aficionados gozaron un orgasmo enloquecedor; su euforia no conoció límites. En las gradas los hinchas albicelestes gruñeron como cerdos en honor a su héroe. De pronto el estadio, nutrido en su mayoría por las barras sudamericanas gruñía al unísono. Mientras, en la cancha, Maradona visiblemente cansado respiraba con un esfuerzo titánico apoyando sus manos en los montículos de sus rodillas.

Derecho y estética

El tema llamó poderosamente mi atención: estética y derecho. El enfoque de lo jurídico desde el punto de vista de la ciencia de lo bello. Y qué es el derecho sino normas —con ciertas características que juzgo tedioso reiterar—, entonces, ¿las normas pueden ser vistas como objetos bellos? ¿Susceptibles de apreciación artística? ¿Se puede predicar que la norma es apreciable desde este punto de vista? Tal vez la norma que dice ‘todos somos iguales ante la ley’ pueda ser motivo de elogio: ¡Ah, qué bello! Y si hay normas bellas, también las hay feas: la norma que dice ‘aquel que obtenga utilidades debe pagar impuestos’. Sin embargo, conviene precisar que no todas las normas tributarias son por necesidad normas feas; qué decir que de la belleza de la norma del emperador Vespasiano que tasó con un gravamen los orines y que tiempo después fue extendido sabiamente por Constantino a los excrementos de los hombres y de los animales, con el nombre delicado de ‘criságiro’, con lo cual, según D. Laporte, en su célebre Historie de la merde (1978) —estimo innecesaria la traducción—, la Grandeza de Roma apuntaló su rechazo a la actividad mercantil. En este impuesto conocido como ‘oro lustral’ o de expiación la ratio legis fue sin duda calificar de moralmente indecente a los comerciantes, tenderos, traficantes, y gentes de mala vida, como las mujeres públicas o los mendigos, puesto que a través del pago de esta contribución en realidad se pagaba el crimen de haberse entregado a una actividad que les llenaba las manos de dinero; y como para ser liberado de un pecado primero se debe pecar, el hecho de que esto sujetos pudieran deducir el tributo conlleva la idea de que su actividad era sucia, oprobiosa de por y merecedora de desprecio tal que sólo podría atenuarse pagando con la misma moneda su falta: dinero por mierda.

Dejemos a un lado exámenes escatológicos, porque también debe existen normas sublimes, es decir, terribles, según la definición clásica que arranca con Longino y que cultivó Burke. Trato de buscar un ejemplo. Acaso la norma que prescribe el decálogo creciente de los cerdos en Rebelión en la granja de Orwell: ‘Todos los animales son iguales, pero hay unos más iguales que otros’, la cual fue modificada de su original que se limitaba a decir: ‘todos los animales son iguales’ justamente cuando se mostraron en la práctica las dificultades de la igualdad.

Sí, la norma puede ser bella si se enuncia como poesía. Adelanto el primer cuarteto del soneto que a modo de borrador se creó en un aula hace no mucho tiempo. No se trata de una norma en sentido propio, pero sí una expresión artística motivada por la acción bella de obligar, prohibir o permitir:

Silente norma de letras arcanas,
Que orientas los juicios de hombres alados,
Jueces que cantan cual giro de dados,
Y pesan en oro acciones insanas.

Este intento de panegírico a la norma adjetiva muestra que el derecho (las normas) puede ser bello y en esa medida objeto del rigor estético. En el mismo borrador encontré otro fallido soneto. Ahora sí versos prescriptivos:

Todo aquel cuya conducta sea prohibida
Está obligado a someter su ánimo
Y consumir sus pasiones como ácido
Para lograr placeres en la vida.


Los cuartetos anteriores tienen la rima irregular ABBA y sus versos son endecasílabos, pero advierto que son deficientes porque… Oh, ahora realizó un examen estético de la norma, su forma incipiente de soneto, y no la estructura normativa de los enunciados, sus supuestos, consecuencias, sanciones,… ¿Qué tan sensato será tratar de convencer con el canto de una poesía al Actuario del juzgado para que notifique? Por cierto, ¿los Actuarios y demás funcionarios judiciales que comercian su labor podrían ser sujetos pasivos del anecdótico gravamen romano?