miércoles, 26 de mayo de 2010

EL DIEZ. Cuento empacado y recién abierto con motivo de la próxima justa mundialista.

La multitud aplaudió sin cesar. Las palmas y los gritos de esa tarde superaron los vítores de aquel mediodía en que “la celeste” ganó el anhelado trofeo en su país. No era para menos. Después de más de catorce años su más preciada joya reaparecía en la cancha para enfrentar un partido decisivo. Sí, el Diego se presentaba con su selección para jugar los cuartos de final del campeonato mundial de fútbol. El reposo prolongado del astro argentino no había mermado sus condiciones de mortífero creador de ocasiones de gol y la oncena sudamericana urgía de un jugador con esas características para el partido del día de hoy. Esta breve y poco convincente explicación dio el entrenador del equipo a la prensa nacional y extranjera. Luego del anuncio, la polémica entre los comentaristas y los aficionados fue ardiente. Nunca en la historia de las copas del mundo un jugador en el retiro había regresado a participar en un encuentro como lo haría esta tarde el legendario pibe de La Boca. La Insólita decisión del técnico argentino paralizó las imprentas de los diarios y abarrotó la Sala de los reporteros. Incluso esa noche las comunicaciones electrónicas privilegiaron esta noticia frente a la invasión de Irán de parte de los Estados Unidos de América. Resultaba increíble pero sí, después de mucho insistir, los hinchas de la Argentina habían conseguido lo imposible. Gracias a sus cartas, manifestaciones y marchas en las plazas públicas y avenidas de las principales ciudades de este país lograron que se seleccionador incluyera a Maradona en la alineación que se mediría con el equipo alemán. Muchos alegaban que su mayúsculo sobrepeso era la principal razón para descartar el disparate de ponerlo a jugar un encuentro tan importante. Sin embargo, las primeras muestras de sus genialidades fueron suficientes para callar a los envidiosos y malintencionados. “La perfecta redondez del diez”, “La danza del astro sobre la tierra”, “la venerable gordura del Pelusa” y otras semejantes, eran las frases que le obsequiaron los cronistas y narradores, y es que el Diego maravilló una vez más a propios y extraños. Los niños y jóvenes tuvieron la oportunidad de conocer su arte y los mayores, de revivir los gratos recuerdos de las hazañas deportivas de este “Monstruo” como otros los llamaron. La primera demostración de su poder fue al minuto seis del primer tiempo. Detrás del medio campo tomó la pelota a pase de Heinze. Libró con agilidad sorprendente a los dos contenciones alemanes que se le acercaron. Pudo escapar entre ambos con trabajosos movimientos de sus cortas pero enormes y poderosas piernas. Esos trozos de carne que parecerían los restos de troncos recién cortados serían otra vez las piernas de un Aquiles pies ligeros artífice del enorme gol contra Inglaterra en el ochenta y seis. Maradona avanzó con decisión. Sus movimientos fueron al principio violentos, como de elefante en plena estampida. A cada paso el jugoso abdomen temblaba como anunciando un estallido de poder. Pero cuando se libró de los rivales, con la maestría que tiene la escurridiza nutria en los charcos, la zurda del Diego llevó el balón desde la media cancha hasta la portería contraria. La pelota no entró por una afortunada intervención del arquero Kahn. Este tiro enloqueció a la multitud. Los aficionados más graves limpiaron sus barbas a jalones; algunas mujeres al borde de la histeria no dudaron en desnudarse por la emoción, y se supo de al menos uno que salió a los pasillos a gritar desesperado lamentándose que su ídolo no hubiera convertido ese gol y se arrojó al vacío de la Göethestrasse. La segunda jugada que silenció a los detractores se presentó durante la secuencia de un tiro de esquina a los diez minutos. El balón vino como del cielo a la panza de Maradona, quien lo recibió con el apapacho de un gracioso y mullido sofá que impidió su bote; al caer quedó sobre su empeine izquierdo, y como su lo tuviera adherido al pie, el número diez avanzó con el balón y certera velocidad hacia el área chica. A brincos, con la esférica alternando sobre las puntas de sus pies, libró las piernas opositoras y justo al llegar frente al portero alemán, que salió para detener a esa magnífica mole, lanzó un fuerte golpe al balón que chocó con estrépito en el pecho del germano. El rebote elevó el balón cerca de dos metros y el genio se elevó con mucho esfuerzo pero logró levantar su gruesa humanidad a la altura del codiciado objeto. Allí, como ardilla voladora, se suspendió en forma paralela al balón y lo conectó con un poderoso remate con los talones. El balón ingresó a las redes de la portería alemana y los aficionados gozaron un orgasmo enloquecedor; su euforia no conoció límites. En las gradas los hinchas albicelestes gruñeron como cerdos en honor a su héroe. De pronto el estadio, nutrido en su mayoría por las barras sudamericanas gruñía al unísono. Mientras, en la cancha, Maradona visiblemente cansado respiraba con un esfuerzo titánico apoyando sus manos en los montículos de sus rodillas.

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