miércoles, 26 de mayo de 2010

Drogadicción y crimen

En nuestro país, recién integrado a la civilización occidental del siglo XXI, se ha perdido el efecto sorpresa ante los crímenes inverosímiles asociados al tráfico y consumo de drogas. En la consciencia colectiva las notas de sangre y las fotografías macabras de primera plana son parte de la realidad cotidiana. El transeúnte ya no se detiene a observar con atracción mórbida los troncos decapitados de los ‘ajustes de cuentas’. ‘Es algo de todos los días’ piensa y sigue su paso preocupado en problemas concretos que sólo le conciernen en lo personal y su círculo más cercano: esto devela otra enfermedad cultural, la indiferencia, el nihilismo, en fin… Nos hemos familiarizado con la violencia de los crímenes, la hemos internalizado y la hacemos nuestra con la ausencia de nuestra protesta o fascinación, porque hasta en los crímenes hay lecturas e interpretaciones, y todas ellas exigen esfuerzo intelectual cuyo producto no puede dejar de asombrarnos. Las drogas, su afición y necesidad y el mercado que producen, junto con las características que lo identifican: la clandestinidad, la violencia, lo negro, lo underground —para usar un neologismo y con ello una expresión más rotunda—, forman parte de nuestro entorno, digamos natural. Sin embargo, en lo individual, en lo íntimo de nuestra reflexión particular, seguimos siendo víctimas indirectas de la ola de homicidios, extorsiones o secuestros, deseosos de que ni siquiera amenace nuestras certezas, que no dañe a nuestros seres amados. Desesperados en lo personal buscamos respuestas, certidumbres que nos permitan volver a dormir sin sobresaltos, que nos guíen en nuestra jornada rutinaria. Nada encontramos. No hay señales, signos que exijan a un intérprete que nos diga: ‘todo está bien’, ‘la maldad no ha triunfado’. ¿Qué tenemos? Culpamos a las autoridades, al gobierno en turno, a la policía corrupta, a los desalmados traficantes, a los embaucadores de muchachos que siembran la semilla temprana de la adicción… una larga cadena de responsables señalados. ¿Y la solución?, ¿quién apunta o muestra la misma lista enorme de soluciones? Escuchamos acerca de agravar las penas —se clama con vehemencia a la vez que se denuesta al osado predicador de la pena de muerte, (y creo que soy uno de los convencidos de su prédica)—, de establecer —aunque los menos certeros con el idioma hablan de ‘implementar’— ‘políticas de ‘mano dura’, de ‘cero tolerancia’? La coacción, como eje conceptual de los teóricos de la visión positivista del derecho, no ha resultado útil. En verdad no quiero comenzar a derrumbar ídolos —con mayor razón si sus bustos son los bases de las columnas de muchos de mis postulados intelectuales sobre el derecho—, pero he de ser franco y reconocer que no veo que la fuerza legítima del Estado, el monopolio de la fuerza pública, la institucionalización de la violencia, hayan servido para alcanzar los objetivos anhelados: erradicación de la delincuencia vinculada al consumo y tráfico de drogas. Día con día tenemos noticias rimbombantes sobre decomisos, que se cuentan por toneladas, de cocaína, marihuana y otros estimulantes, detenciones de miembros de organizaciones criminales dedicadas al comercio de estos productos, caídas de grandes capos y de altos funcionarios involucrados en las redes de complicidad, cambios de procuradores o de los llamados zares antidrogas —y no sé por qué razón, y al respecto sería interesante saber qué opinión tendría de ese título la zarina Catalina o Pedro el Grande—, pero también copiosa información sobre balaceras, asesinatos, homicidios sanguinarios, un largo etcétera de delitos relacionados con estos hechos. Parece que las medidas tomadas desde el poder público no han sido suficientes a pasar de sus logros; victorias pírricas acaso. La fuerza del Estado no ha bastado, se necesita algo más. Tenemos a la fuerza coactiva por excelencia del aparato estatal en combate: el ejército —¿o será o que hay que dar crédito a los maledicentes que hablan de cárteles protegidos desde el poder, intocables por las fuerzas armadas?, y a pesar de ello las bandas de comerciantes de los ‘paraísos artificiales’, —como los llamó atinadamente un célebre poeta simbolista—, permanecen, siguen operando. ¿Estamos frente a un problema irresoluble desde los instrumentos del Estado? En caso contrario, ¿qué ha fallado? Bastaría con encontrar la pieza que no encaja en la maquinaria para que ésta funcione.

Creo que la solución está en la fuerza del Estado, sin duda, pero no en la represiva, en la intelectual, en la creativa, en la generadora de reglas, en el poder estatal en el ámbito legislativo. Sí, ahora es el turno de las voluntades reunidas en los órganos creadores de leyes. La solución a los malestares enunciados está en la fortaleza estatal, en la creación de leyes, en leyes que den un giro poderoso para terminar con la política de prohibición: ¡despenalizar en términos absolutos, la posesión consumo y tráfico de las drogas! En el entendido que despenalizar no significa dejar regular, pero sí dejar de criminalizar a los productos, comerciantes, distribuidos y consumidores. ¿Por qué no se emprende?

El gusto y con ello la adicción, por las drogas es inmemorial, como también su necesidad. ¿Debe ser siempre castigado? Surge la pregunta legítima por la despenalización absoluta del consumo y tráfico como solución. ¿Por qué no apuntar hacia esa dirección? La civilización occidental contemporánea asocia los conceptos ‘drogadicción’ y ‘crimen’. Pareciera que están ligados de forma indisoluble. Sin duda ambos son malestares culturales actuales, ¿pero se encuentran relacionados de forma inseparable? ¿Han existido sociedades donde las adicciones y los crímenes no fueran conceptos tan hermanados? ¿Se pueden disociar, tratar y solucionar por separado? Las drogas fueron necesarias para alcanzar estados alterados beatíficos de consciencia. Los misterios de Eleusinos que celebraban los griegos requerían del consumo de sustancias ensoñadoras. Se puede elaborar todo un manual de flora fantástica a partir de los efectos alucinógenos que las primeras civilizaciones utilizaron ordinariamente ausentes de políticas represivas. Los poderes adormecedores de las plantas no eran perseguidos, eran medios de comunicación con los dioses, dominio de los oráculos. ¿Hoy en día lo siguen siendo? ¿Por qué nuestra sociedad secularizada reprocha a sus chamanes modernos? ¡Cuántas obras maestras nos ha legado el consumo de enervantes! la dama el opio, enfundada en sus lienzos verdes, animó las charlas que frecuentaban los decandentistas franceses en el siglo XIX; la hierba por excelencia engendró la contracultura de los años sesenta, el rock y todas las liberaciones sociales que impactaron de una u otra forma los movimientos políticos del siglo XX, ¿por qué condenar entonces estos vehículos de las musas?

Arriesgo una respuesta: las drogas son las puertas que nos conducen al palacio del remanso y a los brazos lánguidos de la evasión. Un sujeto evadido se desprende de su entorno inmediato, conquista cumbres de felicidad cuyas cimas sólo atisban los cautivos de la realidad consciente, aquéllos que no se aventuran al bosque y dejan escapar a la liebre que porta un reloj. Por tanto, el adicto se concibe así mismo como el superhombre profetizado por el genio locuaz, como el hombre que vislumbra un fragmento de la inmensidad y logra comunión o conversa con sus demonios en calma. Como está por encima de las reglas de los mortales sobrios, impone las suyas y desacata las normas del mundo. Si este visionario fuera sólo uno sería la válvula de escape del sistema, quizás un mal necesario, incontrolable pero inofensivo, ¿pero qué pasa cuando la comunidad de evadidos agrupa a dos, a cien o a sus múltiplos? ¿La sociedad, sus controles institucionalizados, los mandatos legislativos los podrían contener? No es fácil, y quizás hasta imposible gobernar, y con ello manipular, a los sujetos que se han liberado de las cadenas de las reglas del mundo. Estas personas dejarán de obedecer a la autoridad, se darán sus propias leyes y entronizarán al desacato como su líder. Con este nuevo liderazgo los órganos estatales dejarán de tener referente, se cuestionará la estabilidad de la comunidad, el Estado y la idea global. Por eso se debe condenar el consumo de las carrozas celestiales. Es necesario no soltar el control, y sólo prohibiendo y satanizando al evasor voluntario de la realidad se podrán perpetuar los mecanismos de dominación. No de forma gratuita, por las mismas razones, en el país de la cimitarra, El Profeta restringió el vino para evitar los disparates y con ello destruir a los forjadores de mentiras.

Al margen de esta apología por las sustancias fantásticas, que de suyo muestra al menos una razón para continuar con la prohibición, a fin de adoptar una propuesta seria, como lo anticipé, me adhiero a la opinión razonable de acabar con la política de prohibición: ¡despenalicemos en términos absolutos la posesión, consumo y tráfico de toda clase de estupefacientes! No por el hecho de liberar estas acciones la población se volcará rabiosamente a su adquisición y deleite. El consumidor sólo será el interesado y pudiente: “a cada quien según su necesidad… y sus posibilidades”. La elección será estrictamente personal y se deberá orientar con la educación del entorno. Se sustituirá la protección paternalistas del Estado, que es un mal padre, por la asunción libre de una responsabilidad individual.

Paralelamente, con la despenalización y su necesaria regulación tendremos avanzado un gran capítulo de la anhelada reforma fiscal: la Ley del Impuesto sobre la Renta, la del Impuesto Especial sobre Producción y Servicios, la del Impuesto al Valor Agregado y hasta la Ley del Impuesto General de Importación tendrán hecho imponibles adicionales y, por consiguiente, la Ley de Ingresos y el correspondiente Presupuesto de Egresos registrarán un rubro novedoso. De igual forma, al eliminarse el delito, se extinguirá al delincuente relacionado con el mismo, y dado que no existirá criminal que encubrir o delito por disimular, desaparecerán los actos de corrupción al interior del gobierno. Adiós a las ejecuciones y a la plasticidad e ingenio de los sicarios, protagonistas de las actuales páginas amarillas de los diarios; atribuciones para la Secretaría de Salud, que será la competente para controlar la calidad de las drogas, su producción tendrá disciplina y muchos de los efectos más nocivos dejarán de ser problema.

Hoy en día se consume y se trafica con las drogas a pesar de las prohibiciones y la persecución, y esta situación arrastra consigo varios delitos colaterales, pero al extinguirse la fuente primaria, también éstos, por necesidad, se desvanecerán. Con la liberación, tal vez continúe el consumo y el comercio, pero se reducirá notablemente la lucha clandestina por mercados, los asesinatos como instrumento del poder comercial y los negocios de los funcionarios cooptados por el crimen organizado. El mismo concepto de organización del crimen para perpetuar el negocio y salvar las barreras que le impone la política de prohibición será innecesario ante la desaparición de estos obstáculos. Creo que los beneficios de la despenalización son innumerables. La salida es la voluntad política, la toma de la decisión afortunada para afrontar con verdadera valentía las vías de solución.

Puede objetarse la postura asumida al vislumbrar los efectos perversos que tendría la despenalización, pero cualquier intento para desvirtuar esta solución no puede pasar por ignorar que la misma política de prohibición es la causante de los males mayores que rodean al consumo y comercio ilegales.

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