domingo, 4 de abril de 2010

Reflexión sobre el conocimiento

Gracias a Sexto Empírico, maestro escéptico que desarrolló su actividad intelectual durante los siglos II y III d. C., conocemos con mayor amplitud los argumentos del sofista Gorgias de Leontini (485 a. C.-380 a. C.), quien llegó a sustentar que “nada existe, si existiera sería incognoscible y aun cuando existiera y se pudiera conocer, sería incomunicable”; ingeniosa postulación sobre la imposibilidad del conocimiento (escepticismo) y aproximación temprana al relativismo (cualquier opinión que postule conocimiento de algo sería parcial, individual y falsa y de cualquier forma podría pasar por completa, general y cierta). ¿Se puede suscribir la opinión del famoso sofista? Hagamos a un lado el ingenio de aquel griego y supongamos que sí podemos conocer y definamos que el conocimiento es el producto o resultado mental del proceso que experimenta el sujeto cognoscible que se relaciona con un objeto cognoscente. ¿Habrá quién se oponga a lo certero esta definición? ¿Es completa? Tal vez no. Empero consideremos que de ser adecuada, el conocimiento no sería exclusivo del género humano. Los animales y las máquinas también podrían ser sujetos de este proceso y por ello tener conocimiento; también, como mera posibilidad, en el universo de las cosas posibles, los centauros, el Sr. detective Holmes y Adramelech y la legión que comanda, junto con los demás seres fantásticos, podrían conocer. La relación entre el sujeto cognoscente y el objeto cognoscente (que puede ser una cosa, una idea, un hombre en lo individual o en masa…) necesariamente se debe dar a través de los sentidos. El sujeto mira, escucha, toca, huele o gusta el objeto, recibe impresiones de éste a través de sus sentidos, para lo cual lo otro, lo-no-sujeto, debe tener cualidades aprehensibles por los sentidos y por ello ser mesurable, tiene que caber en el mundo por necesidad, tener dimensiones. A partir de la experiencia de los sentidos, por mínima que sea, comienza el proceso del conocimiento. Lo observado es la chispa que ocasiona la explosión del conocimiento de algo. Este conocimiento se depositará en la conciencia, memoria, mente, alma o alguna suerte de residencia de acumulación de conocimiento llámesele como se quiera llamar. Por ello, si los animales y las máquinas tienen órganos e instrumentos que les posibilitan “sentir” (percibir cosas susceptibles de ser oídas, vistas, tocadas, olfateadas o gustadas), también podrían conocer. Un animal puede entrar en relación con su medio ambiente o con otros animales —incluido el hombre— y con eso basta para que en su interior se presente el mismo proceso que inicia en el hombre con la experiencia sensible. La máquina también puede. Nuestras computadoras están provistas de dispositivos diseñados para percibir calor, que equivaldría al sentido del tacto, a registrar movimientos, ruidos y partículas odoríferas que serían su vista, oído, olfato… A partir de esta información se desencadenan procesos internos que se almacenan en el hardisk o equivalentes en un procedimiento análogo al humano. Si esto es el conocimiento a partir de la definición inicial, queda claro que no es patrimonio exclusivo del individuo humano. Quizá no sea relevante mostrar que el conocimiento, según la definición en cuestión lo experimentan por igual humanos, animales o máquinas, sin embargo, cuando nos preguntamos acerca del conocimiento, sin duda lo hacemos a partir de nuestra posición humana y con base en esta premisa lanzamos estulticias o elaboramos teorías complejas. ¿Por qué? La respuesta está en el entendimiento del proceso, la conciencia del conocimiento y quizás, la autoconciencia. Porque sabemos que conocemos podemos formular enunciados sobre esta acción-proceso-resultado y construir preguntas, discursos y acciones sobre el propio conocimiento. Luego, a la definición de conocimiento antes apuntada deberíamos añadir que el resultado o producto mental de la relación del sujeto cognoscente y objeto cognoscible, relación que desde luego inicia con la experiencia sensible, pobre o rica, será conocimiento en tanto quien lo desarrolla tenga conciencia de que lo posee, puesto que a partir de ello sabría que existe información sobre algo a lo que hemos llamado conocimiento. La noción de autoconciencia ya había sido formulada por Descartes. La incapacidad de dudar de su propia existencia, la duda como método llevada hasta sus últimas consecuencias, condujo a la certeza del conocimiento sujeto cognoscente aprehendido por él mismo. Sin embargo, la contraofensiva al racionalismo continental tuvo como adalid a David Hume, cuya exposición sobre las impresiones y las percepciones mostró cómo la autoconciencia al estilo cartesiano sólo podría ser autoconciencia de un instante concreto, de una experiencia concreta, de una sensibilidad apropiada a la presencia de algo,… nunca de algo así como un yo identitario y permanente, trascendente a la simple experiencia de algo. Luego, la ilusión del yo. El ruido que produjo este ilustrado escocés despertó, como es sabido, sueño dogmático al maestro de Köningsberg. Conforme a la máxima inicial del criticismo kantiano y su acotación: “No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia… Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. [Existe]…conocimiento independiente de la experiencia, e incluso de la impresión de los sentidos. Tal conocimiento se llama a priori y se distingue del empírico… [y] …es absolutamente independiente de toda experiencia…”. El objetivo de Kant era averiguar qué y cuándo pueden conocer el entendimiento y la razón aparte de toda experiencia y entre otras cosas acceder al conocimiento trascendental: las condiciones puras presentes en el hombre como tal para posibilitar el conocimiento de objetos, condiciones puras, no empíricas del conocimiento humano, y así darle sentido renovado a la metafísica —en uno de sus sentidos: conocimiento de Dios, la libertad y la inmortalidad—. De no ser posible, la metafísica sería pretensión vana y esfuerzo vacío, una pseudociencia. La serie de especulaciones sobre el proceso-acción-resultado que se llama conocimiento, materia de la epistemología, podría continuar, sin embargo, algo sí es seguro: el conocimiento debe ser la expulsión de la digestión que realiza la razón alimentada por la experiencia. La razón es criterio de verdad y de conocimiento, y la razón se limita a constatar los registros de la experiencia —acaso con la salvedad de la ciencia de las matemáticas, que tiene una discusión muy particular. Sólo lo que puede ser medido por unidades determinables: peso, cantidad, distancia… (a través de los sentidos o instrumentos auxiliares de éstos) y permite discursos verificables —y por ello refutables— puede ser tenido como conocimiento válido. Sólo aquello que se valida en estos términos accede por mérito propio al status de “conocimiento”, todo lo demás es terreno de la fantasía (aquello que no permite verificación). A pesar de su encanto o carácter subyugante o tranquilizante, enunciados cuyo contenido no cumplan con estas exigencias no pueden ser conocimiento. Los apetitos individuales del intelecto generan imposturas increíbles, fascinantes…, teología, literatura, cine… pero no conocimiento válido, útil… Esta forma de entender el conocimiento —debo reconocerlo— permitió este ensayo, justamente éste, pues posibilitó este procesador de palabras y la consulta simultánea de textos auxiliares, permite que trabaje de noche y escriba precisamente esto ahora… También produce calor, radiación y, según algunos tecnófobos entusiastas, cáncer… pero ésa es una cuestión diferente y no eliminaría la verdad de lo anterior. Al redactar estas líneas e invocar la tecnofobia y antes a las máquinas, pienso que sería interesante apuntar algo sobre los robots “humanizados”, los androides, la inteligencia artificial, la autoconciencia (como característica definitoria de conocimiento auténtico según la aproximación anterior)… y ante lo cansado que sería invocar cuestiones como la controversia entre J. Searle —el mismo de los “actos de habla”— y A. Turing sobre la inteligencia artificial… prefiero recordar al “villano” robot líder del grupo de rebeldes replicantes perfeccionados Nexus 6 de la película Blade Runner. Al momento de enfrentar la inminencia de su caducidad (muerte para los replicantes), este personaje, luego de salvar de una caída mortal a su enemigo, el “héroe”, Deckard —cazador de replicantes— recuerda y, con voz resignada y profética —en un tono flemático— declara una tragedia memorable: “I've seen things you people wouldn't believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I've watched c-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those ... moments will be lost in time, like tears...in rain. Time to die.” [He visto cosas que tu raza no podría creer: naves de ataque en llamas en el hombro de Orión, el brillo de los rayos C entre la oscuridad de la puerta de Tannhäuser (?)… Todos estos momentos —podría leerse: ‘conocimientos’— se perderán en el tiempo, como lágrimas… en la lluvia. Llegó la hora.[1]]. En esta escena el robot se revela como consciente de sus conocimientos, tiene conciencia de sí, autoconciencia —por eso en la historia de la película buscaba evitar su caducidad, luchar contra su muerte, un Hilgamesh cyperpunk—. En esta ficción la máquina tenía conocimiento, tenía conciencia de tener ese conocimiento y reflexionó trágicamente sobre la conciencia de tener ese conocimiento. ¿Ya era humano?




[1] Traducción libre del autor.

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