lunes, 12 de abril de 2010

EL cazador. Un cuento (Parte segunda).

El recorrido por el gusano temporal fue más rápido de lo que le advirtieron. Una vez con los pies en la tierra respiró la frescura y de inmediato puso en marcha el plan. Ubicó su posición y comenzó la cacería. Si los relatos de Plinio el Viejo, Lactancio y Plutarco, así como la saga de Marcelino el Leproso, eran correctos, su objetivo se encontraba en algún lugar del antiguo Lacio. Debía seguir los relatos populares y las leyendas como única brújula inicial. Tiempo después el primer rastro. La figura encorvada huyó con toda la velocidad de sus patas de cabra. Se acercó, observó, pero las huellas aunque profundas eran de pies humanos. Sus esfuerzos de vieron recompensados durante un festival. La presencia en el altar era en realidad un fauno auténtico. La bestia dormía cuando la saeta del cazador clavó profundo en aquel pecho velludo. Después no pudo reanimarlo. Toda la ciencia del viajero era inútil. Tomó la determinación: Asumiría el papel del fauno y dedicaría toda su vida, que gracias a la máquina podría prolongar cuanto quisiera, a insertarse en diferentes periodos y latitudes y realizaría las acciones que el fauno, según sus conocimientos, debía efectuar. Se limitó a las tierras del mediterráneo. El impostor imprimió sus propios vicios al sustituido. Investido con sus cualidades físicas cometió acciones deleznables, y al cabo de sus experiencias ganó mala fama para éste. La frecuencia de los viajes le aburrió y un día dejó de saltar en el tiempo, abandonó la idea de acabar con los dogmas de la religión que rechazaba, pero su silueta ya era signo de terror. Su mala reputación fue suficiente para arrebatar un lugar en la vitrina de la Historia. Con el paso del tiempo se convirtió el demonio de una religión oficializada en tiempos del emperador romano Constantino y después de su último viaje al presente leyó noticias sobre las sectas luciferinas. Pudo darse cuenta de que en la imagen que éstas adoraban aparecían los rasgos familiares que le daban los espejos: comprendió el dogma de la inmutabilidad.

sábado, 10 de abril de 2010

El cazador. Un cuento (Primera parte).

Cuando el impulsor estuvo listo, por fin se decidió. Esta vez su audacia lo llevaría a un tiempo y una tierra a la vez conocidos e ignotos. Había leído suficiente sobre la geografía de la antigüedad, sobre sus historias y mitologías. Pero la idea de encontrarse personalmente en los bosques romanos del siglo IX a.C. para cazar un fauno lo ponía suficientemente nervioso como para tomar con tranquilidad esta empresa. Desde que logró ganar el juicio contra la avaricia de la aseguradora gracias a sus argucias legales, se había comprometido a invertir el fruto de su éxito en una actividad que dejara su huella personal durante todo el tiempo que este planeta girara sobre su órbita. Su idea era ambiciosa y es justo contar cómo sucedió. Fueron muchos los años, los fracasos y el dinero gastado, pero ahora tenía a su alcance la oportunidad de recompensar su espera, así que decidió escribirla. Según aparece en el diario, esta idea le fue sugerida durante una cena excepcional, por su calidad frugal. La escasez voluntaria de aquellos alimentos le recordó las limitaciones de los monasterios medievales y con ello el escenario imaginativo en que se desarrollaba su vida. El temor constante al pecado y el afán de salvación del alma como guía de la vida terrenal; prejuicios, decía, que fueron transmitidos desde entonces. Las reflexiones continuaron: “…todos los esfuerzos guiados por el estandarte de una mejor vida en el más allá; el amor de los ángeles y el terror al diablo, a la figura pagana de las selvas…”. Sabía que no podía incursionar en los abismos infernales o en el paraíso por medios materiales para capturar una prueba y acabar así con los dogmas que le repugnaban e inscribir su nombre en la Historia. Quizá podría fundar una religión, ser modelo para nuevos templos e íconos… Sin embargo, era consciente de que no podía presentar en un teatro a un demonio o a un querubín. Entonces, se imaginó que sí podía patrocinar el diseño y construcción de la máquina deseada por todos. La que posibilitara el viaje en el tiempo. Contrató un grupo de científicos. Trabajaron con recursos ilimitados, pero terminaron. Ahora que le habían dejado las instrucciones se aventuraba a cazar al diablo. Al menos así presentaría en el teatro de la capital del mundo al sátiro que pudiera localizar y someter y presentar como tal. Su cabeza astada y sus patas caprinas, palpables a la multitud, y sometidos a los rigurosos exámenes científicos de los expertos le darían, pensaba. la inmortalidad: el domador del mal en este plano físico…

domingo, 4 de abril de 2010

Reflexión sobre el Kybalión

Los siete principios que enseña este libro de autor enigmático son mentalismo (“todo es mente”), correspondencia (“como es arriba es abajo”), vibración (“todo vibra, todo se mueve”), polaridad (todo es dual, tiene dos polos opuestos, lo semejante y lo antagónico, los extremos se tocan), ritmo (todo fluye, asciende, desciende, movimiento pendular), causalidad (toda causa tiene un efecto y viceversa) y género (todo tiene su principio masculino y femenino”). Más allá del encanto, atracción o utilidad que puedan tener cada uno de estos principios en lo individual y en su conjunto, incluso la curiosidad de destacar sus coincidencias con los enunciados de la ciencia occidental de la clase de los principios, dos son las cuestiones que representan para mí un particular interés. La fuente del texto, su idioma, autor, contexto… y la calificación de “principios”, bajo un marco teórico en especial. Concedo que tal vez no sería adecuado juzgar el carácter de “principios” con las reglas de extracción de principios que conoce la teoría del conocimiento desde su sistematización aristotélica (generalización empírica, inducción, ἐπαγωγή —epagogé—…). Sin embargo, la obra no posibilita el reconocimiento de un marco general en el que se inserten estos “principios” a fin de que puedan ser llamados como tales. Podríamos considerar que se trata de primeros principios, aquellos cuya demostración no es necesaria. En sus Analíticos segundos, Aristóteles llamó principios a aquellos que no cabe demostrar qué son. Da por supuesto que significan las cosas primeras y las derivadas de ellas, que es necesario darlos por supuestos, a diferencia de las demás cosas, las cuales hay que demostrarlas. Aceptar que en el Kybalión no se desarrolló un marco teórico propio de los principios que propone o “revela”, y ni siquiera se explicitó en qué tradición de conocimiento particular se podría inscribir su conocimiento, significaría que a su autor no lo estimó necesario, porque se trata de principios que no requieren justificación, lo cual nos regresaría a Aristóteles y a las bases del pensamiento científico occidental, o que simplemente no existe tal marco de referencia teórica más general. Sencillamente se trata de una serie de afirmaciones que forman parte de la fantasía, mitología, religión,… cualquier otro género de ficción. Por más seductoras que puedan aparecer los enunciados generales (“principios”) del texto en cuestión, consideró que no pueden llamarse principios si no existe una justificación teórica que les otorgue este estatus, a menos, que se reconozca que se trata de los dictados de una fe, una creencia, una sistema religioso en particular donde el dogma de la verdad revelada funcione como criterio de autoridad indisputable. Por otra parte, el tema del autor, la época del texto, el idioma en que fue escrito,…, mucho más interesante, permite especulaciones divertidas —debo reconocerlo—, y así entrar de lleno a la pesquisa fascinante sobre libros raros y antiguos. Precisamente como nada de esto es verificable (no hay rastro de los editores, años y lugares de edición, traducciones, huellas del que se podría obtener su original…), nos queda el terreno de la ficción y la invención de fabulaciones novelescas de cripto-Historia, aventuras, anécdotas verosímiles,… esfuerzos de los iniciados por mantener los secretos que fueron revelados en tiempos muy antiguos, materia fértil para el best-seller. Al indagar un poco sobre este tema leo en el capítulo “Los misterios egipcios” del libro Antiguos ritos místicos, que su autor, un teósofo inglés de finales del s. XIX y principios del S. XX, Charles W. Leadbeater, habla de una “Doctrina de la Luz Oculta” predicada por el “Maestro del Mundo” alrededor de 40,000 años a. C.[1] Este ‘maestro’ usó los nombres de Tehuti o Thoth, y fue el mismo que los griegos llamaron Hermes[2]. Se trata del personaje mítico dios-semidios-humano que sería conocido como Hermes Trismegisto (“Hermes, el tres veces grande”) y al que se atribuyen obras de conocimientos metafísicos de carácter esotérico, astrología, alquimia,… la principal de ellos el Corpus Hermeticum. En este sentido el Kybalión sería una recopilación de los principios de la doctrina hermética.
[1] Leadbeater narra que las enseñanzas del Maestro del Mundo son anteriores al Egipto de los faraones. Sitúa el final del primer gran imperio egipcio de origen atlante —sí, el continente-pueblo mítico de Atlántida— con la catástrofe del año 75,025 a.C. Fijó la conquista egipcia de parte de los atlantes hace más de 150,000 años. La primera dinastía del imperio antiguo, del faraón Menes, data del año 3000 a.C. y comúnmente se cree que el inicio de la construcción de las famosas pirámides de la meseta de Gizeh fue cerca del año 2250 a.C.
[2] Hermes es hijo Zeus y la ninfa Maya. Es el heraldo de los dioses; mensajero entre el cielo, la tierra y el infierno. Sus atributos característicos son las sandalias con alas y el gorro de viaje. Es el portador de la vara mágica dorada que conduce a los hombres al más allá (también los adormece y despierta, por ello es guía del sueño). Se le consagró el más rápido de los planetas, Mercurio —nombre con el que es conocido por los romanos—. Embaucador entre los dioses es el protector de los pastores, viajeros, ladrones y comerciantes. Su patronato extendió sus virtudes sobre el arte del comentario y la interpretación —de ahí el término hermeneía y de éste “hermenéutica”.

Reflexión sobre el conocimiento

Gracias a Sexto Empírico, maestro escéptico que desarrolló su actividad intelectual durante los siglos II y III d. C., conocemos con mayor amplitud los argumentos del sofista Gorgias de Leontini (485 a. C.-380 a. C.), quien llegó a sustentar que “nada existe, si existiera sería incognoscible y aun cuando existiera y se pudiera conocer, sería incomunicable”; ingeniosa postulación sobre la imposibilidad del conocimiento (escepticismo) y aproximación temprana al relativismo (cualquier opinión que postule conocimiento de algo sería parcial, individual y falsa y de cualquier forma podría pasar por completa, general y cierta). ¿Se puede suscribir la opinión del famoso sofista? Hagamos a un lado el ingenio de aquel griego y supongamos que sí podemos conocer y definamos que el conocimiento es el producto o resultado mental del proceso que experimenta el sujeto cognoscible que se relaciona con un objeto cognoscente. ¿Habrá quién se oponga a lo certero esta definición? ¿Es completa? Tal vez no. Empero consideremos que de ser adecuada, el conocimiento no sería exclusivo del género humano. Los animales y las máquinas también podrían ser sujetos de este proceso y por ello tener conocimiento; también, como mera posibilidad, en el universo de las cosas posibles, los centauros, el Sr. detective Holmes y Adramelech y la legión que comanda, junto con los demás seres fantásticos, podrían conocer. La relación entre el sujeto cognoscente y el objeto cognoscente (que puede ser una cosa, una idea, un hombre en lo individual o en masa…) necesariamente se debe dar a través de los sentidos. El sujeto mira, escucha, toca, huele o gusta el objeto, recibe impresiones de éste a través de sus sentidos, para lo cual lo otro, lo-no-sujeto, debe tener cualidades aprehensibles por los sentidos y por ello ser mesurable, tiene que caber en el mundo por necesidad, tener dimensiones. A partir de la experiencia de los sentidos, por mínima que sea, comienza el proceso del conocimiento. Lo observado es la chispa que ocasiona la explosión del conocimiento de algo. Este conocimiento se depositará en la conciencia, memoria, mente, alma o alguna suerte de residencia de acumulación de conocimiento llámesele como se quiera llamar. Por ello, si los animales y las máquinas tienen órganos e instrumentos que les posibilitan “sentir” (percibir cosas susceptibles de ser oídas, vistas, tocadas, olfateadas o gustadas), también podrían conocer. Un animal puede entrar en relación con su medio ambiente o con otros animales —incluido el hombre— y con eso basta para que en su interior se presente el mismo proceso que inicia en el hombre con la experiencia sensible. La máquina también puede. Nuestras computadoras están provistas de dispositivos diseñados para percibir calor, que equivaldría al sentido del tacto, a registrar movimientos, ruidos y partículas odoríferas que serían su vista, oído, olfato… A partir de esta información se desencadenan procesos internos que se almacenan en el hardisk o equivalentes en un procedimiento análogo al humano. Si esto es el conocimiento a partir de la definición inicial, queda claro que no es patrimonio exclusivo del individuo humano. Quizá no sea relevante mostrar que el conocimiento, según la definición en cuestión lo experimentan por igual humanos, animales o máquinas, sin embargo, cuando nos preguntamos acerca del conocimiento, sin duda lo hacemos a partir de nuestra posición humana y con base en esta premisa lanzamos estulticias o elaboramos teorías complejas. ¿Por qué? La respuesta está en el entendimiento del proceso, la conciencia del conocimiento y quizás, la autoconciencia. Porque sabemos que conocemos podemos formular enunciados sobre esta acción-proceso-resultado y construir preguntas, discursos y acciones sobre el propio conocimiento. Luego, a la definición de conocimiento antes apuntada deberíamos añadir que el resultado o producto mental de la relación del sujeto cognoscente y objeto cognoscible, relación que desde luego inicia con la experiencia sensible, pobre o rica, será conocimiento en tanto quien lo desarrolla tenga conciencia de que lo posee, puesto que a partir de ello sabría que existe información sobre algo a lo que hemos llamado conocimiento. La noción de autoconciencia ya había sido formulada por Descartes. La incapacidad de dudar de su propia existencia, la duda como método llevada hasta sus últimas consecuencias, condujo a la certeza del conocimiento sujeto cognoscente aprehendido por él mismo. Sin embargo, la contraofensiva al racionalismo continental tuvo como adalid a David Hume, cuya exposición sobre las impresiones y las percepciones mostró cómo la autoconciencia al estilo cartesiano sólo podría ser autoconciencia de un instante concreto, de una experiencia concreta, de una sensibilidad apropiada a la presencia de algo,… nunca de algo así como un yo identitario y permanente, trascendente a la simple experiencia de algo. Luego, la ilusión del yo. El ruido que produjo este ilustrado escocés despertó, como es sabido, sueño dogmático al maestro de Köningsberg. Conforme a la máxima inicial del criticismo kantiano y su acotación: “No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia… Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. [Existe]…conocimiento independiente de la experiencia, e incluso de la impresión de los sentidos. Tal conocimiento se llama a priori y se distingue del empírico… [y] …es absolutamente independiente de toda experiencia…”. El objetivo de Kant era averiguar qué y cuándo pueden conocer el entendimiento y la razón aparte de toda experiencia y entre otras cosas acceder al conocimiento trascendental: las condiciones puras presentes en el hombre como tal para posibilitar el conocimiento de objetos, condiciones puras, no empíricas del conocimiento humano, y así darle sentido renovado a la metafísica —en uno de sus sentidos: conocimiento de Dios, la libertad y la inmortalidad—. De no ser posible, la metafísica sería pretensión vana y esfuerzo vacío, una pseudociencia. La serie de especulaciones sobre el proceso-acción-resultado que se llama conocimiento, materia de la epistemología, podría continuar, sin embargo, algo sí es seguro: el conocimiento debe ser la expulsión de la digestión que realiza la razón alimentada por la experiencia. La razón es criterio de verdad y de conocimiento, y la razón se limita a constatar los registros de la experiencia —acaso con la salvedad de la ciencia de las matemáticas, que tiene una discusión muy particular. Sólo lo que puede ser medido por unidades determinables: peso, cantidad, distancia… (a través de los sentidos o instrumentos auxiliares de éstos) y permite discursos verificables —y por ello refutables— puede ser tenido como conocimiento válido. Sólo aquello que se valida en estos términos accede por mérito propio al status de “conocimiento”, todo lo demás es terreno de la fantasía (aquello que no permite verificación). A pesar de su encanto o carácter subyugante o tranquilizante, enunciados cuyo contenido no cumplan con estas exigencias no pueden ser conocimiento. Los apetitos individuales del intelecto generan imposturas increíbles, fascinantes…, teología, literatura, cine… pero no conocimiento válido, útil… Esta forma de entender el conocimiento —debo reconocerlo— permitió este ensayo, justamente éste, pues posibilitó este procesador de palabras y la consulta simultánea de textos auxiliares, permite que trabaje de noche y escriba precisamente esto ahora… También produce calor, radiación y, según algunos tecnófobos entusiastas, cáncer… pero ésa es una cuestión diferente y no eliminaría la verdad de lo anterior. Al redactar estas líneas e invocar la tecnofobia y antes a las máquinas, pienso que sería interesante apuntar algo sobre los robots “humanizados”, los androides, la inteligencia artificial, la autoconciencia (como característica definitoria de conocimiento auténtico según la aproximación anterior)… y ante lo cansado que sería invocar cuestiones como la controversia entre J. Searle —el mismo de los “actos de habla”— y A. Turing sobre la inteligencia artificial… prefiero recordar al “villano” robot líder del grupo de rebeldes replicantes perfeccionados Nexus 6 de la película Blade Runner. Al momento de enfrentar la inminencia de su caducidad (muerte para los replicantes), este personaje, luego de salvar de una caída mortal a su enemigo, el “héroe”, Deckard —cazador de replicantes— recuerda y, con voz resignada y profética —en un tono flemático— declara una tragedia memorable: “I've seen things you people wouldn't believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I've watched c-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those ... moments will be lost in time, like tears...in rain. Time to die.” [He visto cosas que tu raza no podría creer: naves de ataque en llamas en el hombro de Orión, el brillo de los rayos C entre la oscuridad de la puerta de Tannhäuser (?)… Todos estos momentos —podría leerse: ‘conocimientos’— se perderán en el tiempo, como lágrimas… en la lluvia. Llegó la hora.[1]]. En esta escena el robot se revela como consciente de sus conocimientos, tiene conciencia de sí, autoconciencia —por eso en la historia de la película buscaba evitar su caducidad, luchar contra su muerte, un Hilgamesh cyperpunk—. En esta ficción la máquina tenía conocimiento, tenía conciencia de tener ese conocimiento y reflexionó trágicamente sobre la conciencia de tener ese conocimiento. ¿Ya era humano?




[1] Traducción libre del autor.